La Vanguardia

Madre de día, prostituta de noche

- ABRIL PHILLIPS / JOSÉ ACCINI

La explotació­n de

mujeres en la prostituci­ón tiene la faceta de una maternidad que muchas afrontan

con miedos

Fiona es madre soltera. Tiene 41 años y ejerce la prostituci­ón desde los 37. Fiona no es su verdadero nombre. Ella dice que tiene tantos como clientes. Si le insisten para que revele su identidad, inventa un nombre catalán, “para que resulte más creíble”. No es la única ficción de su vida. A veces se imagina cómo sería revelarle su verdadero trabajo a sus compañeros en la academia donde aprende inglés, a la camarera de su bar habitual, o con quienes comparte clases de baile. Su hija Julia, de 17 años, dice a sus amigos que su madre da masajes: “Hay gente a la que no le puedes contar esto por las ideas que tiene”.

Fiona recibe a este diario en un piso en Sants. Ropa deportiva, cara lavada, sonrisa abierta y un abrazo. En la entrada lo único que revela su oficio son libros como Melancólic­a erótica, Kama-sutra lésbico y Coño potens. Siempre le dio rabia no poder comprarlos, tener que tomarlos prestados de la biblioteca. Ahora que puede, los muestra con orgullo. Sobre la mesa, apuntes de su primer año de Psicología. Más al fondo, su lugar de trabajo. Primero, el “cuarto del amor”, con una cama doble sencilla y una mesa de luz que guarda lubricante­s, toallitas y juguetes sexuales. Al lado, “el cuarto del castigo” exhibe una pared con dos tablas en forma de cruz y esposas en los extremos; del resto cuelgan látigos, cuerdas y más esposas.

Como madre soltera, el trabajo sexual no sólo se le presentó como una salida económica. “Una de las principale­s causas era poder estar con mi hija, y no llegar a casa hecha polvo física y mentalment­e –dice Fiona, que antes trabajaba de camarera–. Cuando me pedía que jugáramos juntas no tenía energía, era muy doloroso”. Su hija Julia también pudo ver el cambio. “Venía cansada y estábamos muy poco tiempo juntas –dice la niña–. Cuando decidió trabajar de esto nos veíamos más, estaba más contenta que cuando era camarera”. El oficio le regaló a Fiona lo que ella siente como un lujo: poder recoger a su hija del colegio, pasar más tiempo con ella.

Algo similar le pasó a Ariadna Riley, sevillana, 11 años ejerciendo como trabajador­a sexual. Tiene dos hijas, de 13 y 8 años, y un hijo de 10. “La maternidad no me daba para estar trabajando de día y cubrir necesidade­s básicas. Tuve que dejar el trabajo digno. Mi vida era madre de día y prostituta de noche”. Le ofrecieron otros trabajos, pero las jornadas a tiempo completo no le permitían estar tan presente en la vida de sus hijos como ella quería. “No me siento culpable de lo que hago, ni de ser mala madre”, afirma.

Conxa Borrell –Paula Vip para sus clientes–, es activista y presidenta de Aprosex, la Asociación de las Profesiona­les del Sexo. Hace 12 años que ejerce el trabajo sexual. La primera vez que lo hizo intuyó que todos los ojos se volvían hacia ella al salir del hotel. “Sentía que la gente sabía que venía de follar por dinero”. Esa sensación la acompañó hasta su casa. “Yo necesitaba mi ducha, mi toalla, para volver a sentirme limpia antes de darle un abrazo a mi hijo”, dice Borrell.

Otro caso es el de Tiziana, que vive junto a una compañera en Granollers. Cuando empezó a trabajar, hace diez años, tenía una niña pequeña y estaba divorciada. Luego de que naciera su segundo hijo, le pidió a una amiga suya que se los llevara a su país de origen, República Dominicana. Habla con ellos todos los días por videollama­da, pero ese contacto no le es suficiente. “La distancia es muy dura”, confiesa Tiziana. Por eso se plantea traerlos de vuelta. Tiziana odia su trabajo.

Cuando lo describe, aparecen imágenes de hombres que no le gustan, que a veces huelen mal y le dan asco, alcohol y horarios no aptos para menores. “No tienes vida”, asegura Tiziana. No ve compatible el poder ser madre con mantener su oficio. “Siempre llegas de madrugada, a veces muy bebida. Entonces, ¿Cómo los vas a cuidar? –se pregunta–. Es o estar con ellos o en el trabajo”.

Tiziana explica que quiere dejarlo antes de que vuelvan sus niños, que quiere “salir de eso”. Prefiere un trabajo donde paguen menos pero que le permita estar tranquila consigo misma. Sin embargo, ser inmigrante cierra muchas puertas en el mundo del trabajo formal. “Es muy difícil encontrarl­o, y más cuando eres extranjera. Y los que encuentras están muy mal pagados”. El trabajo sexual fue y sigue siendo para ella la “única opción”.

Según el Informe Abits (Agencia para el Abordaje Íntegro del Trabajo Sexual) del Ajuntament de Barcelona, de las 318 mujeres que durante el 2015 fueron recibidas en las oficinas del servicio de atención a trabajador­as sexuales, el 89,94% eran inmigrante­s. Tiziana relata que la vida que lleva aquí se explica por la dificultad de pensar en un proyecto de vida en su país. “Para poder mantener a mis hijos en mi país, con un sueldo mínimo no llegaría”, asegura. Tiziana siente que ella en Barcelona se sacrifica para darle una mejor vida a sus hijos.

No todas las trabajador­as sexuales ejercen el oficio en las mismas condicione­s. Algunas eligen no revelar su ocupación no sólo por miedo al rechazo, sino por el que sienten ellas mismas. Es lo que les sucede a muchas mujeres que se acercan a la Asociación Actua Vallés, que lleva 25 años de ejercicio en el Vallès Occidental y Oriental. Las trabajador­as sociales Laura Sánchez y Aina Turu explican que muchas de ellas “lo toman como la última opción que les queda y no acaban llevando bien el trabajo. Llevan ese sentimient­o de culpabilid­ad muy calado”, revelan. En el piso de Sants, Fiona admite que “no creerse mala mujer es una lucha diaria. No puedes ser tú misma. Tienes que mentir y esconderte”.

Laura Labiano Ferré, de la Fundación Genera, que lleva más de 10 años asistiendo a trabajador­as sexuales, explica que la condición de prostituta convierte a la mujer en un tabú y en una víctima. “La prostituta es la ‘mala mujer’, la que hace con su sexualidad lo que quiere y se viste como quiere, la que vende algo que siempre hemos tenido que hacer gratis –afirma Labiano– ¿Cómo vas a ser madre y puta a la vez? Ese estigma a veces obliga a tener una doble vida”. A las mujeres que guardan los pudores de sus clientes, que las llaman para cumplir sus fantasías y vivir todos sus fetiches sin ser juzgados, les toca esconder su identidad.

Los modelos legales que existen en Europa se construyen en torno a si el trabajo sexual se entiende como un trabajo forzado (igual que la trata de personas) o voluntario, y a las prostituta­s como delincuent­es, víctimas o trabajador­as. “Hay situacione­s de explotació­n, pero muchas eligen esta actividad y no están ni se sienten coaccionad­as. Hay que tener cuidado con los porcentaje­s de los que se hablan (el 80-90% son explotadas), porque están lejos de la realidad”, afirma Julieta Vartabedia­n, doctora en Antropolog­ía de la Universida­d de Barcelona.

Según el Instituto Nacional de Estadístic­a (INE), este oficio oculto representa­ba en el 2010 un 0,35% del PIB, más que otros sectores como la industria del papel o la fabricació­n de productos informátic­os, pero no se reconoce como una profesión.

Según Marta Cruells, asesora de la Concejalía de Feminismos y LGTBI del Ayuntamien­to de Barcelona, la prostituci­ón se encuentra en una situación de “alegalidad”. “No es una situación ilegal, pero tampoco se lo considera como un trabajo. A nivel estatal, no se les concede derechos laborales”, explica. Cristina Vasilescu, del Departamen­to de Derecho Público de la Universida­d de Girona y autora de Mitos y realidades en torno a la prostituci­ón, entiende que así se genera una situación de vulnerabil­idad. “No tienen paro, ni vacaciones pagadas. Si una mujer se queda embarazada, no se puede quedar en casa con el hijo”.

El Código Penal no criminaliz­a el oficio, pero con la ley mordaza sí lo aparta a los márgenes de la sociedad, donde no pueda contaminar el espacio compartido. Marta Cruells, reconoce que las prostituta­s viven bajo una desprotecc­ión legal. Si bien el oficio de alguien no puede ser motivo para quitarle la custodia de sus hijos, las prostituta­s pueden perder la tenencia de los suyos. “Este es el estigma de la prostituci­ón”, observa. “Ya no solo nos dicen qué podemos hacer con nuestra sexualidad –agrega Borrell–, sino que además nos dicen si podemos o no ser madres”.

Hoy algunas mujeres están luchando para no perder a sus hijos o para evitar que los envíen a un centro de acogida. Es el caso de Linda Porn, una trabajador­a sexual mexicana que reside en España hace 10 años. Ella está siendo observada por trabajador­as sociales de la dirección general de Atenció a la Infància i l’Adolescènc­ia (Dgaia), y de su conducta depende el poder mantener la custodia de su hija Flavia.

Hace un año, después de que un vecino llamara a servicios sociales alegando que Linda “le gritaba mucho” a su hija, una trabajador­a social llamó a su puerta y entró en su casa para “verificar que fuera un hogar apto para la niña”. Tuvo que cambiar su vida para no perder la custodia de su hija. Cogió un trabajo como camarera y debe someterse a controles periódicos de alcoholemi­a y psiquiatrí­a.

“Es una institució­n patriarcal de persecució­n de mujeres sospechosa­s –acusa Linda–. Por ellos ahora estoy en este trabajo digno en el que ni siquiera tengo tiempo de cuidar a mi hija, llego reventada a casa, pero no me da para llegar a fin de mes”. Linda cree que la institució­n exagera y desvirtúa sus conductas para poder quitarle a su hija.

Ariadna, al igual que sus compañeras, dice que la alegalidad le cierra muchas puertas. “No puedo alquilar sin depender de una tercera persona, ni hacer una vivienda, ni comprarme un coche”. Riley explica que si bien el trabajo sexual le permite mantener su casa no la habilita a proyectar un futuro. “Algunas nos podemos proyectar hasta dos semanas, pero realmente vivimos al día –asegura–. No nos va a quedar nada”. Tiziana entiende que si se legalizara la prostituci­ón ayudaría a trazar una línea más clara entre la trata de personas y el trabajo sexual. “Porque ahí hay mucho dinero negro, mucha mafia”, dice.

La clandestin­idad siempre le ha impuesto el miedo a sentirse desprotegi­da, y poder caer en una red de trata. Sobre este punto, Conxa Borrell es determinan­te en diferencia­r trata de personas y prostituci­ón. “Deberían saber que las mujeres que ejercen el trabajo sexual lo hacen porque ellas quieren”, afirma. La presidenta de Aprosex incentiva a las trabajador­as del sexo a revelar su identidad para empoderars­e. Así, afirma, “ya nadie puede hacerte daño con el ‘voy a decir a todos que eres puta’. Antes de explicar a qué se dedicaba, lo que más le importaba era lo que su hijo pudiera pensar de ella. “Me temblaban las piernas. De repente, tu madre es puta”, dice Borrell.

Su hijo, 27 años, sólo esperaba que ella estuviera lista para contárselo. Fiona sintió ese miedo cuando se enfrentó a su hija. Durante los primeros meses, Julia pensó que su mamá era striper. Vivían juntas y los cambios de vestuarios y de rutina le resultaban sospechoso­s. Cuando Fiona se lo explicó, su hija la apoyó.

“Me preocupó un poco al principio porque era algo que no conocía y me daba miedo que le hicieran daño, pero ella me explicó y lo entendí. Nunca he tenido ningún problema con eso”.

Cada vez que Fiona piensa en revelar su identidad, lo que más la frena es el efecto sobre su hija adolescent­e. “De repente puedo encontrar un rechazo muy bestia. Dejarían de verme a mí, la persona. Mi hija pasaría de ser ella a ser la ‘hija de puta’”.

Un caso diferente es el de Ariadna Riley, quien elige no confesar su oficio a sus hijos, pero lo grita como activista a favor de los derechos de las trabajador­as sexuales. Ella pertenece al Colectivo de Prostituta­s de Sevilla. Sin embargo, a sus vecinos les miente y les dice que sólo lucha por la causa. “Cuando se enteren de que su madre es puta los van a machacar en el colegio”, explica.

A Tiziana le da miedo pensar en el momento en que sus hijos se enteren cuál es su trabajo. Se le cubren los ojos de lágrimas cuando piensa en la vergüenza que podrían sentir al saber el oficio de su madre. Sin embargo, espera que puedan entenderla. “Yo sé que tarde o temprano les va a afectar, pero si mi mamá lo hubiera hecho por mí, para sacarme adelante, yo lo hubiera entendido”.

Conxa Borrell explica que la imagen que la sociedad tiene de la prostituci­ón es el reflejo del tabú con el que vive la sexualidad. Ella dice que prefiere alejarse de la hipocresía, sobre todo en su hogar. “En mi casa se ha tratado el tema de la sexualidad con normalidad”, asegura. Por su parte, Fiona aplica las mismas reglas en su casa y su hija Julia se lo agradece. “Ella me ha explicado muchas cosas de sexualidad –dice Julia–. A mí me gusta que lo haga”. Para Fiona, hablar abiertamen­te de sexualidad y naturaliza­r el trabajo sexual ayudará a romper con la imagen que la sociedad tiene de ellas. “Se está hablando cada vez más de prostituci­ón –dice Fiona–. Yo creo que así se irá desmontand­o el estigma. Una va compartien­do su experienci­a, y la gente va viendo eso: a una persona normal, sana, inteligent­e y que se dedica a la prostituci­ón”.

Dicen sentirse amenazadas ante la posibilida­d de que les retiren la custodia

Unas lo dicen a los hijos abiertamen­te; otras temen que se sepa pero esperan comprensió­n

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ABRIL PHILLIPS / JOSÉ ACCINI Activista sevillana Una de las líderes del Colectivo Prostituta­s de Sevilla reconoce que miente a sus vecinos sobre su profesión y que tampoco se lo confiesa a sus hijos. “Cuando se enteren de que su madre es puta los van a machacar en el colegio”

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