La Vanguardia

Los últimos golfos

Iglesias y quizá los Rolling han cantado en bodas del Palace, aunque hay clases: Julio ganó el festival de Benidorm

- Joaquín Luna

El bar Bluesman, en el sótano del hotel Palace de Barcelona, es acanallado, tira a íntimo y mola porque gusta a las visitas femeninas que creen descender a un lugar secreto. Es un bar muy vivido, en tiempos llamado el Scotch del Ritz. ¡Y qué tiempos!

Eduardo José, primer maître del hotel –Barcelona tiene muchos cocineros y pocos maîtres–, recuerda al menos dos buenos clientes que cuando tenían la noche, tenían la noche. No los olvida. Los rumbosos son inmortales aunque mueran pobres.

–Una noche, uno de estos clientes preguntó: quiero cerrar el bar. ¿Qué cuesta? Y puso la cantidad, billete sobre billete, nunca había visto tantos juntos. Se trajo a artistas de media ciudad. Recuerdo a El Fary en una timba después de la gran juerga. Clientes así, tan espléndido­s, ya no quedan.

Cerrar un local y no por orden gubernativ­a era una costumbre de tarambanas en los tiempos de Franco. No bastaba con tener fortuna, se necesitaba humor para derrocharl­a con desconocid­os.

Eduardo José, empleado en el hotel desde 1972, los ha visto pasar y dice que algunas noches ciertos ruidos o gestos le evocan a determinad­os clientes noctámbulo­s de toda la vida. O sea imprevisib­les. De noche suceden cosas imprevisib­les en los hoteles. Cierto grupo musical –quizá los Rolling Stones–, al ver un banquete nupcial, regaló tres canciones a los novios. Eso también lo hizo una noche Julio Iglesias pero es distinto: los Rolling Stones nunca han ganado el festival de Benidorm.

Estas cosas suceden en los hoteles de Barcelona, hoy abiertos de par en par a la ciudadanía –¿se dice así?–, aunque algunos todavía se cortan. “Ya no hay motivo”, señala Fátima Soler, subdirecto­ra del Palace.

Antes, los que se cortaban un poco eran los clientes que frecuentab­an el hotel con sus sobrinas. “Era obliga- torio que reservasen dos habitacion­es. Lo que pasaba después...”, evoca. Eduardo José tuvo el privilegio una noche de cenar con la sobrina de un señor muy importante que dejó la mesa pitando nada más recibir la advertenci­a de que su esposa acababa de entrar por la puerta de hotel y no precisamen­te para saludar a la familia. “Me pidió que, por favor, me cambiase el uniforme urgentemen­te y ocupase su asiento en la mesa, como si nada. Salió pitando por una salida lateral”.

A los rumbosos, claro, se les pillaba cariño. Eran muy exigentes, de una exigencia máxima pero sabían tratar al personal. “¿Clientes de este estilo que recuerdo? Paco Rabal, por ejemplo. Simpatiquí­simo. ¡Te metía unos goles! ‘Tráeme ese zumo de naranja que si no, no funciono’”. Y Xavier Cugat, habitación 306: lo suyo era regalar caricatura­s a los empleados. “Vivía aquí. Siempre pedía butifarra con mongetes ”. O el capitán Moore, que sacaba de un apuro a los empleados cuando Dalí y Gala no se ponían de acuerdo.

El Palace fue Ritz y tiene mucha memoria archivada, real o fabulada porque Barcelona se dividió en un tiempo entre los que frecuentab­an el hotel y quienes al pasar se decían:

–¡Mira, niño, aquí se alojan todos los famosos que pisan Barcelona!

Y por aquí desfilaron los últimos golfos con posibles del siglo XX.

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XAVIER CERVERA
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