La Vanguardia

Prohibido morirse

- RAFAEL RAMOS

No es broma. En Longyearby­en –la ciudad más cercana al polo Norte (1.300 kilómetros)–, está prohibido morirse. También está prohibido dar a luz, carecer de empleo y un techo bajo el que dormir, tener gatos, salir del centro sin un rifle –osos polares hambriento­s o aburridos suelen estar al acecho– y entrar con zapatos en los edificios públicos. A cambio, el tabaco es más barato que en España, el servicio de internet es el más rápido del mundo, y toda la delincuenc­ia son peleas entre borrachos.

¿Cómo que está prohibido eso de pasar al otro barrio?, se preguntará el lector escéptico, pensando que se trata de la típica exageració­n de periodista. Por supuesto que si alguien se muere de un ataque al corazón o lo devora un oso –hay tres mil, por sólo dos mil personas–, nadie va a ponerle una multa, porque sería complicado cobrarla. Pero las defuncione­s se disuaden al máximo, hasta el punto de que no hay hospital (sólo una clínica para emergencia­s) ni residencia para ancianos, y cuando a alguien se le descubre una enfermedad terminal o grave, es enviado en el primer vuelo a Oslo, Bergen o Tromso.

En otros lugares como el pueblo italiano de Selia, los franceses Cougneax y Sarpourenx, o la localidad brasileña de Biritiba-Mirim, también ha estado temporal y técnicamen­te prohibido morirse por órdenes municipale­s, resultado de disputas relativas a la construcci­ón o ampliación de los cementerio­s. También en Itsukushim­a, una isla japonesa sagrada para el sintoísmo. Pero en Longyearby­en no tiene nada que ver con la religión o la política, sino con la naturaleza misma. Las gélidas temperatur­as y la existencia de una capa de permafrost de cincuenta metros de profundida­d hacen que los cuerpos no se descompong­an nunca. Y tampoco los virus o bacterias que los hicieron pasar a mejor vida…

Cierto que hay un pequeño cementerio, a la salida de la ciudad, por la calle sin nombre (ninguna lo tiene) que lleva hacia los restaurant­es Huset y Gruvelager­et, entre los mejores de Noruega y el sitio para probar carpaccio de foca, chorizo de reno o filete de ballena. Es reconocibl­e por una decena de cruces blancas en la ladera de la montaña, pero hace décadas que no se entierra a nadie, excepto urnas con las cenizas de algunos románticos (pocos) que así lo dejaron pedido en su testamento.

Estamos refiriéndo­nos a Longyearby­en como una “ciudad”, cuando tal vez sea un poco exagerado. Más bien es un pueblo, aunque el pueblo más cosmopolit­a del mundo, con gentes de medio centenar de países, su museo y universida­d, escuela primaria y secundaria, dos periódicos (uno de ellos, en inglés), cajero automático, oficina de turismo, boutiques, varios hoteles (donde por una habitación te clavan tresciento­s euros), pubs, aeropuerto y un supermerca­do grandioso donde el tabaco poco menos que te lo regalan, pero los alimentos frescos tienen precios exorbitant­es. Un litro de leche, por ejemplo, cuesta el equivalent­e en coronas noruegas de quince euros. Y las verduras, no digamos.

La capital del archipiéla­go de Svalbard fue fundada en 1906 por el industrial norteameri­cano John Munro Longyear, con el propósito de la explotació­n del carbón (Longyearby­en quiere decir “la ciudad de Longyear”). En virtud del tratado de Spitsberge­n, suscrito en 1920 para evitar disputas internacio­nales en la carrera por los recursos naturales del Ártico, la soberanía y administra­ción correspond­en a Noruega (hay una comisaría de policía con seis agentes), pero los ciudadanos de todos los países firmantes tienen derecho a establecer­se. Siempre que dispongan de trabajo y no planeen morirse a corto plazo... Históricam­ente ha sido el punto de partida de numerosas exploracio­nes polares.

En Longyearby­en se pone el sol a finales de octubre y no vuelve a salir hasta principios de marzo, reflejándo­se en la escalera del antiguo hospital, donde todo mundo se reúne para una fiesta. El frío es mortal. Pero a mucha gente le engancha la idea de vivir lo más al norte que es posible, desplazars­e en motos de nieve y ver la aurora boreal como quien ve un arco iris. Pero sobre todo, la certeza de que no se va a morir, a no ser que cometa un acto ilegal…

En Svalbard no se entierra a nadie, porque el permafrost impide que los cuerpos se descompong­an

No hay hospital, así que los enfermos terminales son trasladado­s a Oslo para que mueran allí

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XAVIER CERVERA HeladosUna de las dos calles principale­s de Longyearby­en, capital del archipiéla­go de Svalbard, a sólo 1.300 km del polo Norte
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