La Vanguardia

En el tiovivo

- Magí Camps mcamps@lavanguard­ia.es

Uno de los episodios más delirantes de los hermanos Hernández y Fernández, en las aventuras de Tintín en el país del oro negro, es cuando se desorienta­n en el desierto con un jeep hasta que ven unas roderas y deciden seguirlas. Convencido­s de que han encontrado un camino, de vez en cuando ven el rastro de otro vehículo que se les añade, hasta que se dan cuenta de que son ellos mismos que están haciendo círculos. El viaje circular, lo de dar vueltas y vueltas sobre algo, es una de las metáforas de la estupidez humana. En cambio, al subir a un caballo en la clásica atracción de feria, las vueltas se convierten en pura magia. Los caballitos son fascinante­s.

En Barcelona había un tiovivo fijo en la plaza Gal·la Placídia: Caspolino. Al cabo de los años descubrí que ese nombre tan singular, que me hacía pensar en un personaje de dibujos animados, era el gentilicio de Caspe, porque la dueña de las atraccione­s era natural de esa ciudad aragonesa.

Sobre los caballitos, en catalán es frecuente llamarlos igual, pero adaptando la pronunciac­ión, a pesar de que existe la normativa cavallets, si bien no tiene arraigo popular. Los hay que, para evitar el castellani­smo o los cavallets que no acaban de arrancar, usan carrusel, palabra de origen napolitano que nos llega a través del francés. Pero resulta que carrusel tampoco es normativa, aunque bien podría entrar en el diccionari­o dado que es una palabra internacio­nal.

Si la lengua catalana hubiera tenido una vida normal, hoy quizá diríamos “els tatanos”, como la noria sería “la sínia” o “el molí” (la forma mallorquin­a). Pero en el mundo de las atraccione­s también ha habido pérdidas.

En castellano, en cambio, caballitos convive con carrusel y, sobre todo, con el sorprenden­te tiovivo. Sobre el origen de esta palabra, Coromines cita a Pedro Antonio de Alarcón: “Aludiría a la viveza del ‘tío’ que tuvo la idea de explotar este aparato en una feria”. No se sabe mucho quién era ese tío y tampoco parece, a primera vista, una etimología muy científica.

De hecho, circula otra que aún parece menos científica y menos verosímil, pero que bien podría estar en la base de su origen. Algunos blogs explican esta leyenda: en verano de 1834 hubo en Madrid un brote de cólera. Esteban Fernández, conocido como el Tío Esteban, tenía un carrusel con cuatro caballos en el paseo de las Delicias y murió. Cuando el cortejo fúnebre pasó por delante de sus caballitos, el fallecido empezó a golpear el ataúd gritando: “¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!”. Desde entonces, su atracción pasó a ser conocida como los caballitos del tío vivo.

Y si no es cierto, no deja de ser un cuento entrañable.

Cuando uno se sube a un caballo en la atracción de feria, las vueltas se convierten en pura magia

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