Aprender de Grecia

HACE tres años cundía el temor a un Grexit. Una parte de la eurozona había llegado a la conclusión de que Grecia debía ser expulsada de la moneda única. Premios Nobel de Economía como Krugman y Stiglitz abonaban esa tesis. Hoy los griegos recuperan la soberanía que les hurtó la tutela de los hombres de negro de Bruselas. En cambio, el Brexit se ha convertido en una realidad. Un país acomodado como Gran Bretaña ha considerado tan insoportables sus compromisos con Europa que ha preferido abandonar el club. Aun siendo un golpe para la UE, la salida de Gran Bretaña no supone un ataque al corazón de Europa como lo habría sido la amputación de Grecia. No sólo porque los británicos no comparten la misma moneda –que es un elemento de identificación común, más allá de la economía–, sino también porque lo griego es inherente a los valores, la cultura y el pensamiento europeos. Sin su aportación, nuestra Europa sería irreconocible.

Durante estos años de durísima intervención, Alexis Tsipras ha ejercido un liderazgo más dúctil de lo que cabía suponer. Ha mantenido la credibilidad suficiente entre la población como para aplicar medidas muy severas. Y, por el camino, el perfil filocomunista de Syriza ha devenido en una socialdemocracia clásica.

Grecia ve la luz al final de un túnel tenebroso que ha sido muy fatigoso de recorrer. Lo ha conseguido gracias al sacrificio de sus habitantes. De los jubilados que han visto mermadas sus pensiones, de los comerciantes que no duermen pensando en la fragilidad de sus ingresos, de los estudiantes que no avistan un futuro o de los miles y miles de trabajadores que han caído en el pozo del desempleo. Con Grecia, Europa seguirá entera. Dicen que la UE avanza a base de aprender de sus momentos críticos. La enseñanza de esta crisis debería ser tan sencilla como constatar que Europa no progresará si se olvida de las personas.