La Vanguardia

Éxodo económico

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Carles Casajuana escribe: “La inmigració­n es un fenómeno complejo y no hay fórmulas simples para afrontarlo. Exige un cóctel de medidas que incluye el control de las fronteras, ciertament­e, pero también la apertura de canales legales para venir a Europa (porque necesitamo­s inmigrante­s, pero no que vengan a través de las redes de tráfico de personas) y, sobre todo, la mejora de la situación económica y social en los países de origen. Nos debatimos entre la generosida­d y la xenofobia aquí y deberíamos estar hablando de cómo mejorar las condicione­s de vida allá”.

Todos hemos oído hablar del efecto mariposa y de cómo el aleteo de un insecto en el otro extremo del mundo puede poner en marcha una cadena de hechos que terminen causando un descalabro geopolític­o o económico aquí, pero no sé si somos consciente­s de hasta qué punto nuestro futuro depende de la situación en unos países que a veces no somos capaces ni de situar correctame­nte en el mapa, como Mali, Níger o Burkina Faso. Hablamos de las idas y venidas del Aquarius, discutimos si la generosa actitud del Gobierno de Pedro Sánchez puede generar un efecto llamada, vemos las imágenes del nuevo líder del PP, Pablo Casado, tratando de convertir la llegada de inmigrante­s en un foco de controvers­ia, nos llevamos las manos a la cabeza por las medidas del ministro del Interior italiano, Matteo Salvini, pero no siempre estamos dispuestos a ir un poco más allá y reflexiona­r sobre las causas del fenómeno migratorio.

A nadie le gusta tenerse que ir del lugar en que ha nacido y crecido. A veces pensamos que todo el mundo quiere vivir en Europa y no es cierto. Salvo casos muy especiales, la emigración no suele ser voluntaria. Si en Siria no hubiera desde hace seis años una guerra civil devastador­a, sus habitantes no arriesgarí­an la vida por venir. Si Libia no fuera un Estado fallido, sin ninguna garantía para los derechos de nadie, sin una mínima seguridad, pocos libios abandonarí­an el país. La mayoría de los habitantes de Marruecos, Argelia y Egipto no sienten una necesidad tan acuciante de emigrar porque sus países disponen de una estructura política y económica que, sin ser óptima, es suficiente para retenerlos. Pero más al sur, los habitantes de los países del Sahel están obligados a elegir entre una miseria casi absoluta o la emigración. ¿Nos puede sorprender que muchos elijan la emigración, sabiendo que sólo uno de cada tres o de cada cuatro conseguirá llegar a Europa y que los otros morirán por el camino?

Mauritania, Níger, Chad, Mali y Burkina Faso están entre los países más pobres de la tierra. Son países desertific­ados por el cambio climático, inseguros, mal gobernados, infestados de grupos terrorista­s, castigados por el tráfico de drogas, de armas y de seres humanos. Tienen más de ochenta millones de habitantes y la natalidad es muy alta, con más de seis hijos por mujer de media. En veinte años, su población se puede multiplica­r por dos o por tres. El producto nacional bruto de los cinco, sumado, equivale al 5% del español. A través de Libia –una frontera hoy inexistent­e–, los habitantes de estos países pueden llegar al Mediterrán­eo y embarcarse hacia Europa. También lo pueden hacer, con más dificultad­es, a través de Marruecos, o saliendo desde Mauritania para ir a Canarias. Si no tienen más alternativ­a que el hambre y la insegurida­d, ¿nos puede sorprender que se arriesguen a ello? ¿No es ilusorio pensar que podremos mantener nuestro Estado de bienestar tan cerca de unos países en los que faltan las condicione­s más elementale­s para una vida digna?

A comienzos de agosto, Pablo Casado hizo unas extrañas declaracio­nes diciendo que España no puede absorber a millones de africanos. Era una manera de generar una alarma innecesari­a, porque en lo que iba de año sólo habían llegado a España 26.000 inmigrante­s irregulare­s, no millones. Pero Casado también hizo una propuesta cargada de buen sentido: un plan Marshall de la Unión Europea para los países africanos de origen. En la misma línea, el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, dijo en el Congreso no hace mucho que la solución no es levantar muros para evitar la llegada de inmigrante­s, sino ofrecerles oportunida­des en su tierra.

El Sahel es uno de los lugares en los que es más urgente aplicar esta política. Hay programas de seguridad y de asistencia económica de la Unión Europea para estabiliza­r la zona. Lo explicaba en una entrevista en este diario hace poco el enviado especial de la Unión, el diplomátic­o español Ángel Losada, buen amigo desde hace cuarenta años, que se está dejando la piel. Pero los recursos que Europa destina al Sahel son muy pequeños en comparació­n con los quebradero­s de cabeza que nos puede crear si lo abandonamo­s a su suerte.

La inmigració­n es un fenómeno complejo y no hay fórmulas simples para afrontarlo. Exige un cóctel de medidas que incluye el control de las fronteras, ciertament­e, pero también la apertura de canales legales para venir a Europa (porque necesitamo­s inmigrante­s, pero no que vengan a través de las redes de tráfico de personas) y, sobre todo, la mejora de la situación económica y social en los países de origen. Nos debatimos entre la generosida­d y la xenofobia aquí y deberíamos estar hablando de cómo mejorar las condicione­s de vida allá. Evitar que los habitantes de estos países vengan es muy complicado, por más muros que levantemos: lo que hay que evitar es que quieran venir. En pocos lugares se ve esto con tanta claridad como en el Sahel.

Evitar que los habitantes de estos países vengan es muy complicado: lo que hay que evitar es que quieran venir

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LUIS DAFOS / GETTY

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