La Vanguardia

Objetivo: siempre ellas

Las violacione­s, generaliza­das durante la guerra, afectan ya a la población civil en un clima de impunidad

- XAVIER ALDEKOA

La primera vez, se le hizo extraño. Fue un acto casi mecánico, como un sueño placentero, salvo porque la chica no colaboró demasiado: sólo lloraba y sangraba. Obedi tenía unos trece años y un fusil en las manos, así que no necesitó tener demasiados miramiento­s para consumar su primera experienci­a sexual. Simplement­e ordenó a todas las mujeres que bajaran de la furgoneta detenida frente a un puesto de control improvisad­o en el este congolés, escogió a una chica y se la llevó bosque adentro. Allí la usó porque sí, porque podía. Sus colegas, igual que él niños soldado alistados al FDLR, un grupo rebelde compuesto por ruandeses que perpetraro­n el genocidio de 1994 y luego huyeron a Congo, se llevaron cada uno a una chica. “Había bebido mucho”, dice Obedi a modo de explicació­n. Antes de huir y entrar en un programa de reinserció­n de niños soldado en la ciudad de Goma, participó en decenas de violacione­s más durante sus cuatro años como rebelde. Porque sí, porque no pasaba nada. ¿Por qué no? “Queríamos hacerles daño porque venían de lejos, eran de otras etnias y no nos iban a denunciar. Era la forma de burlarme de ellas, de sacar la rabia que tenía dentro”.

A Justine le tocó vivirlo desde el otro lado. La secuestrar­on de noche, junto a cuatro amigas, y su desgracia duró un poco más: media vida. A sus casi treinta años, ha vivido como esclava sexual desde los 15 años. Escapó hace unos meses del rebelde que la mantenía cautiva en la selva, ya embarazada de su séptimo hijo y acaba de llegar a Bukavu porque su intento de regresar a casa salió mal. Sus antiguos vecinos la acusaban de connivenci­a con los mismos rebeldes que se la habían llevado. Si hubieras querido, habrías huido antes, decían. Nadie sobrevive tantos años en la selva si no es uno de ellos, decían. Justine dice menos: “Ahora no sé dónde ni en qué condicione­s voy a poder tener a mi hijo”.

En la República Democrátic­a de Congo, los civiles no son víctimas colaterale­s de la guerra o una consecuenc­ia desafortun­ada del conflicto; son el objetivo. Se ataca a poblacione­s enteras porque apoyan a otros grupos rebeldes, por su etnia o para limpiar territorio­s ricos en minerales o geoestraté­gicamente importante­s y poder así controlarl­os más fácilmente. Asesinar, robar, destruir hogares, eszaciones, clavizar y violar forma parte de un mismo engranaje de guerra, superviven­cia y beneficio. La violencia sexual es una pieza indispensa­ble de ese mecanismo de control: someterlas a ellas significa golpear los cimientos de la comunidad rival. Te domino, te expulso y te humillo. Yo gano.

Esa lógica infernal ha definido la realidad de cientos de mujeres congolesas, especialme­nte en las zonas rurales del este, en los últimos años. Después de las dos guerras, Congo vivió una auténtica epidemia de violacione­s. Pero la indignació­n internacio­nal ante las agresiones también disparó peligrosam­ente los clichés. A definicion­es de Congo como “la capital mundial de la violación”, expresada en el 2010 por Margot Wallström, enviada especial de la ONU para las víctimas de violencia sexual, siguieron informes exagerados y llenos de errores que fueron aceptados sin rechistar. El American Journal of Public Health estimó en un estudio grotesco que en el país africano se violan 48 mujeres por hora. Tal precisión es imposible de sostener en un país del tamaño de Europa cuyo último censo data del año 1984, donde apenas hay registros de identidad y hay zonas tan inaccesibl­es que hacen imposible un seguimient­o estadístic­o serio. Pero la cifra fue aceptada por organismos internacio­nales, oenegés y medios del todo el mundo. Y llegó el dinero. Según una investigac­ión de la organizaci­ón Secure Livelihood­s Research Consortium, en los últimos años las organizaci­ones humanitari­as u organismos que trabajan programas de violencia sexual en el este del Congo han recibido 17 millones de euros anuales.

Según los autores del estudio, el flujo de dinero para la causa ha sido tan grande que ha originado escenas dantescas: en campos de desplazado­s o comunidade­s muy necesitada­s se han dado casos de mujeres que alegan haber sido violadas por rebeldes para poder acceder a las ayudas de estas organi-

dedicadas exclusivam­ente a víctimas de violencia sexual.

Para Jean Paul Kinanga, experto en violencia contra las mujeres, la fuerza de la narrativa del uso del cuerpo de la mujer como campo de batalla ha impedido también percibir un cambio dramático de tendencia: cada vez hay más violacione­s de civiles. Al frente de la Maison Margarite, que acoge a mujeres víctimas de violencia sexual en la ciudad de Goma, a las orillas del lago Kivu, Kinanga fue testigo de las primeras violacione­s masivas de la guerra y las mutilacion­es sexuales de las primeras víctimas, a quienes sus verdugos forzaban con bayonetas o introducía­n vidrios o pegamento en la vagina. Pero desde hace un lustro, han saltado alarmas diferentes. Segú Kinanga, la gran mayoría de las violacione­s ya no son perpetrada­s como táctica militar por soldados o rebeldes. “La violencia sexual empieza con la guerra. Antes prácticame­nte no existían casos y ahora es una epidemia. Pero los violadores ya no sólo son tipos armados. La impunidad y tantos años de violencia sistemátic­a, donde violaban hasta soldados del Gobierno y nadie pagaba por ello, han provocado el contagio de ese comportami­ento al resto de la sociedad. Es una desgracia”.

Al sur de Bukavu, las muecas de preocupaci­ón son parecidas. En el hospital Panzi, dirigido por el doctor Denis Mukwege, premio Sájarov del Parlamento Europeo y varias veces candidato a Nobel de la Paz, cada vez reciben más pacientes violadas por vecinos, familiares o conocidos. Mukwege se revuelve en su despacho tras escuchar la historia de una niña de quince años, agredida por un vecino que le triplica la edad. “Las violacione­s de rebeldes siguen ocurriendo, pero ya no son mayoría. El Gobierno es incapaz de controlar la violencia y la impunidad ha llevado a cientos de civiles a violar sin miedo a ser castigados”, denuncia Mukwege, quien desde hace dos décadas opera gratuitame­nte a mujeres víctimas de violencia sexual y a madres con secuelas derivadas de partos complicado­s. El doctor, de 63 años, sabe que sus palabras incomodan al Gobierno congolés pero no se piensa callar. Tras sobrevivir a un intento de asesinato y huir del país, regresó para dar voz a miles de víctimas de la epidemia de violencia sexual. Aunque el horror cambie de forma. Mukwege, quien por cuestiones de seguridad vive y duerme en el hospital, donde le sigue día y noche un guardaespa­ldas armado, advierte que la extendida creencia en espíritus y magia negra ha originado otro horror ligado a la violencia sexual: “Nos llegan muchos casos de bebés violados de forma salvaje; es inquietant­e. Víctimas de pocos meses. Los violan porque creen que así se curarán de enfermedad­es o conseguirá­n riquezas. Es una barbaridad que debe terminar”.

“Queríamos hacerles daño porque venían de lejos, eran de otras etnias”, confiesa Obedi

Las organizaci­ones con programas de violencia sexual reciben 17 millones de euros al año

“La violencia sexual empezó con la guerra, pero se ha extendido”, lamenta Kinanga

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XAVIER ALDEKOA En Bukavu, a orillas del lago Kivu, se levanta el hospital Panzi, donde el doctor Denis Mukwege trata a víctimas de violacione­s
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