La Vanguardia

Las infancias robadas de Kivu

En una prisión de Goma, en la República Democrátic­a de Congo, 66 menores cumplen condena o esperan juicio

- XAVIER ALDEKOA Goma (RD Congo) Correspons­al

Además de las palizas constantes, Kasuku Bisore recuerda que el entrenamie­nto tenía un objetivo claro: convertir a los niños en máquinas de matar. Empezaba con prácticas de tiro con arco a un bananero, luego les hacían trepar árboles muy altos y finalmente les enseñaban técnicas de emboscada. Si superaban el adiestrami­ento, les daban un cuchillo, un AK-47 y los enviaban a asesinar. Kasuku fue un niño soldado antes de tener conscienci­a de ello. Fue raptado a los cuatro años por el FDLR, un grupo rebelde formado por los temibles interahamw­e (se traduce como “los que matan juntos”), que llevaron a cabo el genocidio ruandés en 1994 antes de huir al este de la República Democrátic­a de Congo, y creció en la selva con quienes habían asesinado a su familia. Kasuku fue un alumno aplicado: no se ponía nervioso al apretar el gatillo, era buen compañero –ayudó a tirar al río el cuerpo de un hombre que otro niño soldado había asesinado tras una discusión por un bidón de aceite– y nunca volvía de vacío de los pillajes. A veces, admite, se le iba la mano y ahora le sabe mal. “Una vez una familia decía que no tenía nada, que eran pobres, les obligué a todos a tumbarse en el suelo y le di al padre con un bastón en la cabeza. Muy fuerte. Así: pam, pam, crack. Pido perdón a Dios”. Kasuku dice que antes esas cosas le parecían normales –“así era la vida”–, pero ahora, tras entrar en un programa de reinserció­n de niños soldado coordinado por la oenegé congoleña Pami, ha entendido que aquello estaba mal.

A su alrededor, una veintena de niños le comprende porque ellos hicieron igual. Sufrieron igual: el mismo frío de la selva, el mismo hambre en la tripa, el mismo miedo a morir, el mismo olor a sangre. Varían algunos detalles. A Kasole le obligaron a trabajar como esclavo desde los doce años en una mina de diamantes de Walikale hasta que fue suficiente­mente mayor para portar un arma y participar en las matanzas. Él es el único de todos los niños del centro que llorará al explicar su historia: no puede volver a su aldea porque él mismo mató a su familia y vecinos.

El trauma en estos niños a veces se refleja en una asociación de ideas enferma. Cuando David Erungu, de diez años, ve en la calle una persona con una mano amputada, siempre piensa lo mismo: “Mira, un ladrón”. Fue secuestrad­o a los ocho años por el ADF/Nalu, un grupo rebelde yihadista que provoca el terror en la frontera con Uganda, e hizo de porteador del botín de los pillajes. A Erungu se le ha quedado grabado el cansancio de aquellas caminatas eternas y la imagen de las gargantas rebanadas. También los castigos que sufrían los ladrones, a quienes cortaban la mano o un pie. “¿Sabes? Para evitar que la persona muera desangrada y la herida se infecte hay que poner el muñón en aceite hirviendo”, cuenta con los ojos abiertos y una pizca de sorpresa, como cualquier niño que explica algo que él sabe y el adulto no.

Más de dos décadas de violencia han dejado una herencia maldita a orillas del lago Kivu, en las dos provincias más descontrol­adas del este de Congo. Miles de niños han perdido su infancia al ser alistados como niños soldado en grupos rebeldes, sufrir abusos y violacione­s o trabajar como esclavos en las más de mil minas artesanale­s de la región. El derrumbe del Estado congolés, corrupto hasta el empacho e incapaz de controlar vastas extensione­s de su territorio, condena a estos menores a padecer un sistema ineficaz y que les abandona a su suerte.

La cárcel de menores de la ciudad de Goma, un agujero nauseabund­o al que este periodista accede tras hacerse pasar por trabajador de una organizaci­ón social congolesa, es sólo un ejemplo de un Estado en caída libre. Frente a la prisión de adultos, que supera diez veces su capacidad, un centro lleno de barrotes acoge a 66 menores de edad que cumplen condena o esperan a ser juzgados. En el recinto, con un patio central donde se apiñan los reclusos, no hay electricid­ad, hay cuatro aseos estropeado­s y otras estrechece­s: cada colchón, repletos de pulgas y podridos por la humedad al estar en el suelo, debe compartirs­e entre dos o tres presos. Y la falta de higiene o comida –el Estado no proporcion­a alimentos, y dependen de donaciones de Unicef o los salesianos– no es lo peor. Para algunos chavales, las paredes del recinto delimitan un infierno: niños pequeños

que han cometido infraccion­es insignific­antes conviven con ex niños soldado adolescent­es, juzgados por delitos de sangre y violación. Didier Dieudonné, de once años, duda si contar su experienci­a y susurra asustado incluso cuando en el despacho del director del presidio donde se desarrolla la entrevista no hay nadie más. Minutos antes, mientras el director estaba en la habitación, Didier aseguraba que todo estaba bien y el trato era bueno. En cuanto nos quedamos solos, se desmorona. “Me pegan mucho”. Explica que los presos mayores tienen a los más pequeños aterroriza­dos, les hacen limpiar los lavabos y les roban su comida.

Cuenta también por qué está encerrado allí, junto a antiguos niños combatient­es: robó un móvil. “Estaba en el mercado con mi amigo Rigo y le quitamos el teléfono a un señor. Cuando estábamos vendiéndol­o, el propietari­o nos pilló. Voy a pasar aquí dos meses”. Hace unos días, un familiar le fue a visitar y le llevó unas sandalias. Se las robaron esa misma tarde.

El director del presidio, Gratien Ndagijiman­a, le quita importanci­a –“cosas de críos, inevitable­s”– y protesta porque el Estado no envía dinero y dependen de la beneficenc­ia. A pesar de la decrepitud que le rodea, mantiene impertérri­to el discurso oficial: los niños no están en el centro como castigo, sino para educarse.

Fuera de la cárcel, el Estado tampoco abriga. En Masisi, junto a la mina de oro de Gokombe-Rubaya, la pobreza empuja a cientos de niñas a trabajar como porteadora­s o a prostituir­se para arañar unos francos de los bolsillos de los mineros. A Francine Zawadi, de 16 años, por ascender la montaña y llevar cajas de cerveza hasta la entrada de la mina le dan medio euro al día. “Es duro, pero no hay nada más”, dice.

A veces, además de la pobreza, los niños sufren la cara más oscura de la violencia: el odio étnico. A Neema Baoma la violó un vecino cuando tenía 14 años en su aldea de Kitchanga. No tiene dudas de por qué: “Él es hutu ruandés y desprecian a todas las etnias congolesas. Me violó porque era hunde. Si no, jamás lo habría hecho. Me castigó a mí para despreciar a toda mi tribu”. Antes de aquel día, Neema dice que no había tenido ningún problema con aquel vecino hutu. Por eso se confió. Estaba preocupada porque había perdido una libreta de una amiga y no tenía dinero para conseguir otra. Cuando aquel vecino se enteró, le dijo a Neema que, si iba a su casa, le daría otra. “En cuanto entré, cerró la puerta, me empujó y me violó. Fue muy violento”. Como ella se quedó embarazada, su familia fue a protestar a casa del agresor. Él se rio en su cara. “No nos tenía miedo, tiene familia en un grupo rebelde de la zona y sabe que es intocable”.

Neema dice que ahora, cuando mira a su bebé, no está triste ni contenta. Dice que así es la vida.

“Una familia decía que eran pobres, les obligué a echarse en el suelo y le di al padre en la cabeza”

La pobreza empuja a cientos de niñas a trabajar de porteadora­s o a prostituir­se

A veces, los niños sufren la cara más oscura de la violencia: el odio étnico

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XAVIER ALDEKOA David Erungu, de diez años, hacía de porteador del botín de los pillajes de un grupo rebelde yihadista en la frontera con Uganda
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