La Vanguardia

Aún no ha llegado el otoño

- Jordi Llavina

Falta mucho todavía para que llegue el otoño, esa estación que nos provoca desde temblores de emoción estética hasta escalofrío­s de angustia existencia­l. Vinyoli la representó como un arquitecto: “Débil y avejentado, el arquitecto / del otoño remonta por los troncos / y retira en las hojas los cobres, uno a uno, / oros de inconsiste­ncia, rojos cárdenos, / y deja, dura y limpia, la estructura / del palacio de invierno que lo acosa” (Y que el silencio queme por los muertos, traducción de Carlos Marzal y Enric Sòria, Ed. Pre-textos). El otoño ha inspirado a los poetas. Sobre todo, a los crepuscula­res, que los hay a mansalva. No, en cambio, a los de talante solar, que con la lenta extinción del verano ven desaparece­r su medio y tiempo favoritos.

Ramón Gaya no fue un poeta autumnal. Pero sí es verdad que en muchos de sus versos, tan bien tallados, alienta la pérdida que solemos asociar a esos días de luz mortecina: “Nada es nuestro. Los años / son cortezas desnudas, / huecas ya, desprendid­as, / arrancadas del hombre”. Me pregunto cómo alguien puede prescindir de la poesía. El otoño nos enfrenta, como ninguna otra estación, al drama del tiempo, a la tragedia de la existencia. Cuando uno va enfermando de edad, necesita metáforas para vivir. Más urgido está de ellas cuanto mayor resulta el tiempo pasado en este mundo y más se acorta su ración de vida (somos, al decir de Caballero Bonald, “el tiempo que nos queda”).

A mi juicio, en los versos del murciano hay algo conmovedor. “Cortezas desnudas, huecas ya”: años arrancados, como costras, de nuestra piel. Mientras la corteza forma parte del tronco y se nutre de su savia, está llena. No así cuando la muerte la seca, y se cae, y yace inerte como una piedra. Tal que los años. De acuerdo: a la mayoría de los mortales igual no se les ocurren maneras tan bellas de enunciarlo. ¿Pero que no se tenga hambre de ellas? Eso es lo que me asombra.

Viene todo esto a cuento del reciente redescubri­miento que he hecho de la poesía de Leopoldo Panero, el padre. Llevo varios días obsesionad­o con este verso, otoñal donde los haya: “Tras el velo / delgado del vivir la muerte entera”. ¿Se dan cuenta? Ese fino velo es como el telón en un teatro, tras el cual aguarda la realidad: la muerte. La muerte entera: la eternidad. ¿Y el vivir? Acaso una débil membrana que poco cubre, que protege menos.

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