Las ovejas y los cínicos
Son como ovejas, sacrifiquémosles como ovejas”. La frase me dejó helada. Entre otras cosas, porque la pronunciaba una señora elegante, sin velo, con un aspecto de lo más civilizado, que paseaba por un barrio rico de El Cairo. La mujer refinada escupía odio contra los islamistas que protestaban en la mezquita de Rabaa para pedir la reinstauración del presidente Morsi, recién derrocado en un golpe militar.
En verano del 2013, Egipto era un país fracturado. Dos años antes, aquella señora no pisó la plaza Tahrir ni seguramente quiso nunca que Mubarak cayese. Pero también muchos jóvenes o activistas veteranos que conocí en Tahrir aplaudían ahora al mariscal Al Sisi, alarmados por la deriva autoritaria de los Hermanos Musulmanes.
Semanas más tarde de aquel comentario escalofriante, el ejército asaltó el campamento islamista. En pocas horas mataron a más de 800 personas. Fue el mazazo sangriento a la revolución egipcia. Un mensaje cristalino de que a Al Sisi no le iba a temblar el pulso para mantenerse en el poder. Egipto no iba a tener democracia sino un nuevo dictador militar, y más brutal que el octogenario Mubarak.
El 14 de agosto se cumplieron cinco años de la matanza y sigue sin ser juzgado o investigado ni un solo miembro de las fuerzas de seguridad. Es más, Al Sisi acaba de dar inmunidad vitalicia a los altos mandos para impedir que deban rendir cuentas. No sólo en Egipto: tendrán inmunidad diplomática para viajar por el mundo sin percances.
Los jóvenes revolucionarios y los activistas veteranos maldicen –algunos desde la cárcel– el día en que apoyaron el golpe. Varias personas que conocí en Tahrir viven hoy en el extranjero y algunos tardarán mucho en poder volver. Otras hace tiempo que no me cogen el teléfono, no quieren saber nada más de la política.
Egipto está muy lejos de aquel sueño democrático que latía en Tahrir. Porque sí, permítanme la pataleta: iba de democracia. Y no eran cuatro pijos de El Cairo. Los pijos, como esa señora, siempre estuvieron con el ejército. Digan lo que digan los cínicos, los islamófobos o los orientalistas que nunca creyeron en esta revuelta ciudadana, como si los árabes, pobres brutos, no fuesen capaces de tener anhelos de dignidad y libertades. Allí había gato encerrado, decían, y el gato gritaba “Alahu akbar”.
Me revienta que los acontecimientos parezcan haber dado la razón a los cínicos. Y digo “parezcan” porque estoy convencida de que la energía que observé en la plaza Tahrir no se ha destruido. Quizá se ha transformado, pero ahí está, esperando su momento. A veces las primaveras tardan años, decenios, en florecer.
En Praga conmemoraban ayer el 50.º aniversario de una primavera que también acabó mal. Pero en 1987, cuando Gorbachov puso en marcha la perestoika, a nadie se le escapó que la semilla era checoslovaca. Un periodista preguntó al portavoz de Exteriores soviético cuál era la diferencia entre aquellas reformas y la primavera de Praga. Y él contestó: “Diecinueve años”.
Digan lo que digan los cínicos, los islamófobos o los orientalistas, la revuelta de la plaza Tahrir sí iba de democracia