Apertura aplazada
Juan-José López Burniol escribe: “La primavera de Praga (del 5 de enero al 20 de agosto de 1968) fue un intento de reformar en sentido liberal el comunismo desde dentro del propio sistema, suavizando paulatinamente su esencia totalitaria y burocrática, aceptando la existencia de partidos políticos y sindicatos libres, y admitiendo la libertad de prensa y de expresión”.
El 7 de mayo de 1945, el ejército alemán capituló en Reims, rindiéndose incondicionalmente a los aliados. La Segunda Guerra Mundial había terminado. Si, al día siguiente, un avión hubiese volado a baja altura desde Punta Europa, allá en Tarifa, hasta el Cabo Norte, el espectáculo de destrucción, devastación y muerte que hubiese observado habría sido desolador. España no se había aún recuperado –tardaría en hacerlo– de las consecuencias de la guerra incivil en que se había desangrado pocos años antes. Y, por lo que se refiere al resto del continente europeo, la Segunda Guerra Mundial supuso una novedad respecto a las guerras anteriores: la destrucción no se había limitado al escenario de las batallas, sino que se había extendido a las ciudades a consecuencia en especial de los ataques aéreos, y la mortandad no se había ceñido sólo a las tropas combatientes y sus auxiliares, sino que había afectado también directamente a la población civil. Fue, en este sentido, una guerra total.
Una guerra total que consumó el suicidio de
Europa, que se había autodestruido en una nueva guerra de los Treinta Años –una guerra civil europea– comenzada en 1914 (19141918) y terminada en 1945 (1939-1945). No importa ahora debatir una vez más sobre las causas de este desastre (las ambiciones imperialistas de las grandes potencias, la lucha por la hegemonía marítima y el control del comercio mundial, la eclosión nacionalista en las pequeñas naciones…), sólo importa destacar que el cetro imperial pasó de manos europeas –de Gran Bretaña– a Estados Unidos. Prueba de que esto fue así es que Estados Unidos exigió a Gran Bretaña el pago hasta el último dólar de su deuda de guerra, sin que consiguiese nada lord Keynes en su último viaje a Norteamérica, adonde había sido enviado para negociar unas mejores condiciones de pago. Este drenaje de recursos limitó el necesario esfuerzo militar británico para defender su imperio –se iniciaba por aquel entonces el proceso de descolonización–, sin olvidar que los americanos, incluyendo al presidente Roosevelt, eran antiimperialistas de cualquier otro imperio que no fuese el suyo.
No obstante, había algo que los vencedores de 1945 habían aprendido de sus antecesores de 1918: un holocausto semejante no podía repetirse. Y, para impedirlo, surgieron dos iniciativas paralelas. Una de Estados Unidos dirigida a proporcionar ayudas económicas (13.000 millones de dólares) para la reconstrucción de los países de Europa devastados por la guerra, con la finalidad de impedir la expansión del comunismo. Y otra, surgida en el corazón de Europa, encaminada al logro de una futura unidad política mediante una progresiva unión económica. Hannah Arendt ha destacado como esta aspiración europeísta estaba ya presente en todos los movimientos de resistencia al nazismo que surgieron en los países ocupados por Alemania, comenzando por Francia. Ambas iniciativas funcionaron. El Plan Marshall (la ayuda económica americana), del que fue excluida España, hizo posible la reconstrucción primero y el desarrollo después de la Europa occidental; y el Mercado Común –germen de la Unión Europea– ha impedido al menos el estallido de nuevas guerras y ha ayudado a consolidar la democracia en todo el continente. El mundo quedó así sumido en una guerra fría que, pese a su vicio de raíz (ser un enfrentamiento), estabilizó el mundo durante décadas.
El primer aviso de que esta estabilidad no era definitiva llegó para ambos bloques en 1968. Los sucesos de mayo en Occidente y la primavera de Praga en el bloque comunista (la revolución húngara de 1956 tuvo otro sentido) fueron la primera señal de que, dentro de cada bando, surgía imparable la discrepancia y la crítica. Los sucesos de mayo comenzaron en París como una movilización estudiantil, pero pronto se convirtieron en una protesta social. Fueron jóvenes, mayoritariamente estudiantes universitarios, quienes promovieron las movilizaciones para superar las viejas prácticas políticas y los añejos códigos morales que consideraban periclitados. Como la mayor parte carecía de afiliación política, estos movimientos incidieron en la deriva de las ideologías hegemónicas y los grupos de poder y, en consecuencia, cambiaron el rumbo de la historia y el estilo de vida en el mundo. No obstante, los Glucksmann –padre e hijo– califican Mayo del 68 de “epifanía liberal”, una forma de cargar al mismo tiempo contra la izquierda y contra parte de la derecha (la más estatalista).
La primavera de Praga (del 5 de enero al 20 de agosto de 1968) fue un intento de reformar en sentido liberal el comunismo desde dentro del propio sistema, suavizando paulatinamente su esencia totalitaria y burocrática, aceptando la existencia de partidos políticos y sindicatos libres, y admitiendo la libertad de prensa y de expresión. Las tropas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia y pusieron fin a la aventura, enviando a su líder –Alexander Dubcek– a gestionar el patrimonio forestal. Pero el auténtico desenlace llegó veintiún años después con la caída del muro de Berlín.
El primer aviso de que la estabilidad durante la guerra fría no era definitiva llegó para ambos bloques el año 1968