Verdú: abstracto y figurativo
Vicente Verdú no recuerda dónde ha dejado el coche, pero no pierde la despistada elegancia del buen anfitrión. Madrid transmite una energía disoluta y creativa como la que Verdú sabría analizar como nadie, siempre dispuesto a aventurarse por territorios inexplorados. “Aquí vive Polanco”, dice con la misma curiosidad con la que hace unas horas ha presentado un libro sin estar demasiado seguro ni de haberlo leído ni de conocer al autor. Es uno de sus encantos: una serena y generosa extravagancia que, aplicada al periodismo y al ensayo, se encarna en reflexiones tan enriquecedoras como insólitas.
Cuando escribir sobre fútbol se consideraba una patología de garrulo, Verdú hizo una autopsia original y académica de los símbolos de la cosmogonía de la pelota. Y en plena guerra de crispaciones políticas madrileñas y conspiraciones corporativas, era capaz de intervenir en un consejo de sabios de El País para, como quien acaba de fumarse un porro de maría colombiana, proponer la imperiosa necesidad de hacer un suplemento dedicado al fulgor globalizador del color azul. De cerca parecía desplazarse sobre
Los que utilizamos sus artículos como asignatura nunca admitiremos que a veces no lo entendíamos
nubes cuánticas, pero su mirada se volvía más terrenal y viva cuando miraba a una mujer o hablaba de pintura, de estimulantes o, sobre todo, de coches descapotables. Los autodidactas que utilizamos sus artículos como asignatura nunca admitiremos que a veces no lo entendíamos y que, para que no se nos notara tanto la ignorancia, le acusábamos de ser moderadamente pedante.
No lo conocí lo suficiente para dejar de admirarlo, pero le debo el favor de una noche en Madrid en la que llegó tarde sin que a nadie se le ocurriera ni sorprenderse ni regañarle ni dejar de aplaudirlo cuando demostró que la puntualidad, el talento y la generosidad pueden formar triángulos de ángulos imperfectos. Como tantos de sus admiradores, nunca supe si mi esfuerzo de comprensión estaba a la altura de su aparente facilidad de expresión. Y conservo reflexiones y páginas memorables sobre la hipocondría (que retrataba con realismo) y las enfermedades (que describía con una precisión deliberadamente abstracta), los estragos de una vejez invasiva, las contradicciones de la libertad y un viaje a Barcelona, con seducción fracasada incluida (del hotel Condes de Barcelona al Calderón pasando por los restaurantes estafadores del paseo de Gràcia) y una conciencia de la escritura resumida en unas líneas doblemente oportunas: “Escribo para haber escrito, decía Gil de Biedma. Yo, en buena medida, procedía del mismo modo. Escribía para liberarme de la mala conciencia de no haber escrito. Pero además, mientras escribía, experimentaba mezclados el deleite y el revés y de eso infería que estaba cumpliendo bien con los preceptos simbólicos gracias a los cuales se obtiene el cielo con la penitencia, y el gozo con la flagelación”.