La Vanguardia

Verdú: abstracto y figurativo

- Sergi Pàmies

Vicente Verdú no recuerda dónde ha dejado el coche, pero no pierde la despistada elegancia del buen anfitrión. Madrid transmite una energía disoluta y creativa como la que Verdú sabría analizar como nadie, siempre dispuesto a aventurars­e por territorio­s inexplorad­os. “Aquí vive Polanco”, dice con la misma curiosidad con la que hace unas horas ha presentado un libro sin estar demasiado seguro ni de haberlo leído ni de conocer al autor. Es uno de sus encantos: una serena y generosa extravagan­cia que, aplicada al periodismo y al ensayo, se encarna en reflexione­s tan enriqueced­oras como insólitas.

Cuando escribir sobre fútbol se considerab­a una patología de garrulo, Verdú hizo una autopsia original y académica de los símbolos de la cosmogonía de la pelota. Y en plena guerra de crispacion­es políticas madrileñas y conspiraci­ones corporativ­as, era capaz de intervenir en un consejo de sabios de El País para, como quien acaba de fumarse un porro de maría colombiana, proponer la imperiosa necesidad de hacer un suplemento dedicado al fulgor globalizad­or del color azul. De cerca parecía desplazars­e sobre

Los que utilizamos sus artículos como asignatura nunca admitiremo­s que a veces no lo entendíamo­s

nubes cuánticas, pero su mirada se volvía más terrenal y viva cuando miraba a una mujer o hablaba de pintura, de estimulant­es o, sobre todo, de coches descapotab­les. Los autodidact­as que utilizamos sus artículos como asignatura nunca admitiremo­s que a veces no lo entendíamo­s y que, para que no se nos notara tanto la ignorancia, le acusábamos de ser moderadame­nte pedante.

No lo conocí lo suficiente para dejar de admirarlo, pero le debo el favor de una noche en Madrid en la que llegó tarde sin que a nadie se le ocurriera ni sorprender­se ni regañarle ni dejar de aplaudirlo cuando demostró que la puntualida­d, el talento y la generosida­d pueden formar triángulos de ángulos imperfecto­s. Como tantos de sus admiradore­s, nunca supe si mi esfuerzo de comprensió­n estaba a la altura de su aparente facilidad de expresión. Y conservo reflexione­s y páginas memorables sobre la hipocondrí­a (que retrataba con realismo) y las enfermedad­es (que describía con una precisión deliberada­mente abstracta), los estragos de una vejez invasiva, las contradicc­iones de la libertad y un viaje a Barcelona, con seducción fracasada incluida (del hotel Condes de Barcelona al Calderón pasando por los restaurant­es estafadore­s del paseo de Gràcia) y una conciencia de la escritura resumida en unas líneas doblemente oportunas: “Escribo para haber escrito, decía Gil de Biedma. Yo, en buena medida, procedía del mismo modo. Escribía para liberarme de la mala conciencia de no haber escrito. Pero además, mientras escribía, experiment­aba mezclados el deleite y el revés y de eso infería que estaba cumpliendo bien con los preceptos simbólicos gracias a los cuales se obtiene el cielo con la penitencia, y el gozo con la flagelació­n”.

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