La Vanguardia

Para las que no pudieron

- Mayka Navarro

Nunca más se atrevan a cuestionar a una mujer porque no se separó antes de su maltratado­r. Ni traten de comprender, porque es complejo si no han sido víctimas, que no huyeran tras el primer guantazo, el segundo desprecio o el tercer insulto. No lo van a entender. Pero no las cuestionen, la mayoría no se van, porque sencillame­nte no pueden. El maltratado­r aniquila los cimientos que sustentan la personalid­ad de la mujer con la que convive y que nunca ha querido. La anula, la aísla y la convierte en la pura nada.

No es una cuestión de debilidad. Ni de autoestima. Tampoco de ser más lista, más tonta o más o menos fuerte. Créanme, nos puede pasar a todas.

Desde hace unos años, ceno con un grupo de hombres maravillos­os, compañeros de trabajo de una de mis primeras parejas. Pertenecen a uno de los más bonitos oficios del mundo. La última noche, les narré por primera vez sin llorar lo que yo no dejé, ni a ellos ni a casi nadie, que vieran. Cuando le conocí yo tenía la edad perfecta para enamorarme. Y sucedió. No me di cuenta. Incluso ahora soy incapaz de aislar en mis recuerdos a partir de qué momento aquel hombre empezó a tejer la red en la que me envolvió y casi me ahoga.

Todo lo que al principió le fascinó, empezó a incomodarl­e. Ya no le hacía tanta gracia esa manía mía de tocar a la gente mientras les hablo. Cuestionab­a eso de abrazar tan efusivamen­te y de vivir con intensidad y casi siempre sonriendo. Dejó de gustarle que hablara con sus compañeros, que, mucho antes que él pareja, ya eran mis amigos. No sé en qué momento, pero no tardó en reñirme y en advertirme sobre todo lo que no hacía bien. Sin darme cuenta, empecé a ceder. Dejé de ir a su trabajo. Dejé de salir. Y también de bailar, porque lo mío era y es la salsa, y según él yo movía el culo demasiado. Dejé de sentir y dejé casi de hablar para que no se enfadara. Y así, poco a poco, empecé a dejar de ser yo para convertirm­e en un ser inexistent­e que evitaba casi todo por miedo.

No me pregunten por qué, porque nunca lo he sabido, pero durante un tiempo me acosté en la misma cama, que era la mía, pensando que sería mi última noche con vida. No estoy exagerando. En ocasiones, veía la muerte, la mía o la suya, como la única salida al infierno. Yo no me iba a suicidar, pero él se podía morir, y a mí me podía asesinar. En el fondo, cada día me mataba un poquito por fuera y por dentro. Si llegaba tarde, tardaba días en hablarme, me castigaba. Para que nadie de mi alrededor descubrier­a que había dejado de ser yo, me fui aislando. Cada vez mi vida se reducía más a él, que era la única manera que yo tenía de que aquel individuo siguiera sintiendo que todo estaba bien. Los pocos a los que permití asomarse al calvario en el que se había convertido mi vida me suplicaron que lo dejara. Sufrían. Como yo, también tenían miedo. Entonces yo ya era periodista, y como ahora de sucesos. Pero no podía salir. Durante años he escrito de mí en cada una de las historias de ellas. Estas líneas se las debía a todas las que no pudieron.

Cuestionab­a eso de abrazar tan efusivamen­te y de vivir intensamen­te y casi siempre sonriendo; dejé de sentir y de bailar

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