La Vanguardia

Saber sentir, saber decir

VICENTE VERDÚ (1942-2018) Ensayista, pintor y periodista

- JOANA BONET

Llegó la primavera y empezó a mandarnos por WhatsApp, casi a diario, sus cuadros recién pintados. Venían acompañado­s de frases cortas: “Bonnard en la memoria”, “Una tontada que sólo comparto con amigos clementes”, “Tratando de mejorar la mierda anterior”, “Más turre”. Fue su manera de abrir una conversaci­ón sin demasiadas explicacio­nes. En sus mensajes también mandaba besos, y se escondía tras una conformida­d paciente porque detestaba dar la tabarra, pero a menudo repetía dos palabras: compartir y compañía. Desde que en el 2016 le diagnostic­aran un cáncer, escribió y pintó ebrio de enfermedad –y a pesar de hablarle del libro de Anatole Broyard titulado así, fui incapaz de regalársel­o–. Estuvo en estado de gracia en su tramo final y encontró habitación en la poesía: “Sólo se ama de verdad/ lo que no existe”. Y, así, en apenas medio año publicó dos libros de versos: La muerte, el amor y la menta (Bartleby) y Tazas de caldo (Anagrama).

Vicente Verdú celebraba haber encontrado en los últimos diez años un puente entre la poesía y la pintura. Que los colores se le revelaran. Hablaba con gusto sensualist­a de ello. “La pintura no dice nada rebatible ni proverbial, seduce a través de la emoción”, me contaba en su estudio con aires de loft neyorquino en la madrileña Ciudad de los Periodista­s. Fuimos al comedor del club, las mesas de dominó, la luz amarilla: le deprimían los lugares anodinos, prefería comer ostras en el Carta Marina. Siempre buscó la belleza, esteta mediterrán­eo y cirujano del tejido social, fue pionero del periodismo de tendencias en España. Abordó una sociología del consumo y trajo modernidad analizando el zeitgeist con fino radar. Maceró su carácter en el París del 68, en el diario El País, en el planeta americano de los noventa, en China y en su Santa Pola azul. Fue fiel a la máxima cervantina: saber sentir es saber decir.

Verdú tenía un alma elegantísi­ma, vestida con delicados jerséis azules, y un lado transgreso­r. Le rondaba desde niño la sombra de la muerte, un angst que supo explorar. La de su mujer, Alejandra Ferrándiz, le obligó a atravesar laberintos, pero incluso su tristeza sabía ser cáustica. De la ironía la dicha. En las largas charlas era de los que permanecía­n callados, fondeando el tiempo. Saboreaba la lentitud hasta que saltaba una chispa. “Hombre, venga, por favor... ¡qué pirueta, qué escaramuza!”, exclamaba cuando alguien defendía la mezcla de realidad y ficción, desdeñoso aunque venial. Aseguraba escribir siempre ilusionado: un día sin sentir una emoción elemental significab­a un día sin folio. Le gustaba repetir lo de Matisse: “Superó una operación en la que se jugó la vida, empezó a hacer un tipo de obra diferente y dijo: ‘Ahora por fin puedo decir lo que quiero decir’. Yo he llegado a eso”. Vicente Verdú vivió y murió con gran estilo. De tu melancolía crecerá la menta.

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DANI DUCH

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