Londres alerta del desastre que provocaría un Brexit duro
Los pensionistas que viven en el extranjero y los bancos británicos sufrirían los efectos
El Gobierno de Theresa May no sólo estudia la posibilidad de un Brexit no pactado, sino que además ha alertado sobre cómo afectaría a las pensiones de los británicos expatriados, a los bancos, al comercio y a la burocracia aduanera.
En física y matemáticas, la teoría del caos sostiene que, dentro de sistemas complejos y dinámicos, pequeños cambios en las condiciones iniciales pueden implicar grandes diferencias en el futuro, llevando a comportamientos divergentes e imprevisibles. En política, la teoría del caos es la táctica del Gobierno de Londres para asustar a la Unión Europea y a sus propios ciudadanos sobre las consecuencias de un Brexit no pactado, con el fin de que Bruselas suavice su posición negociadora y de que la opinión pública británica esté dispuesta a aceptar las concesiones que se avecinan.
Si el universo no se comporta de acuerdo a un patrón fijo y previsible, sino más bien de una manera caótica, lo mismo puede decirse del Brexit. Así lo reconoció ayer Downing Street, con la publicación de la primera remesa de un total de hasta ochenta documentos técnicos (de un tecnicismo avasallador incluso) que detallan el impacto práctico que tendría una salida de la UE por las bravas, sin acuerdo, en terrenos que van desde la banca hasta el uso de las tarjetas de crédito, el suministro de alimentos y medicinas y las colas en las carreteras.
Si el aleteo de un insecto en Australia puede provocar un tsunami en Chile, mucho más fácil de visualizar es que el fracaso de las negociaciones entre Londres y Bruselas, y la consiguiente salida desordenada de la UE el 29 de marzo del 2019, provoquen el más absoluto caos político en un momento histórico delicado, con notas de la música de la república de Weimar y un resurgir del Estado nación, populismo desenfrenado a ambos lados del Atlántico y el uso desvergonzado de la inmigración para el risorgimento de la extrema derecha, como si setenta años hubieran sido suficientes para cerrar un ciclo y olvidarse de la perversidad del fascismo.
Como cada vez quedan menos hojas de calendario para llegar a un acuerdo con la UE (que en teoría se habría de alcanzar en la reunión del Consejo Europeo de finales de octubre, para dar tiempo a que el Parlamento británico y los de sus todavía 27 socios lo refrenden), la primera ministra Theresa May no sabe cómo hacer para que tanto Bruselas como los euroescépticos del Partido Conservador acepten el “plan de Chequers” como base negociadora. Su esencia es un fuerte alineamiento regulatorio para mantener la libre circulación de bienes y mercancías, pero no así de trabajadores o del sector servicios, permitiendo que Gran Bretaña pueda firmar sus propios tratados comerciales y fijar sus tarifas, y dejando para más adelante la resolución de numerosas cuestiones, entre ellas la frontera de Irlanda. Europa teme que estas propuestas minen el mercado único y otorguen a Londres una ventaja competitiva. Y los halcones del Brexit dicen que el país se convertiría en un vasallo de la UE, y para tan corto viaje no habrían hecho falta tantas alforjas. David Farage, el exlíder del UKIP, ha anunciado su regreso al escenario para “impedir la claudicación”.
Theresa May sigue confiando en que al final Merkel y Macron desautorizarán a Michel Barnier, el negociador de la UE, y admitirán una “relación a la carta” entre el Reino Unido y Europa, con la contrapartida de que Londres acepte el grueso de la normativa europea en materia regulatoria. A ese efecto, para ablandar al rival, quiere parecer dispuesta a marcharse dando un portazo, aunque resulte suicida, desatando las consecuencias imprevisibles de la teoría del caos. Como que los británicos que viven en España no puedan cobrar sus pensiones ni acceder a bancos de este país. Que los turistas inglesas hayan de pagar extra por el uso de las tarjetas de crédito en el continente. Que haya colas de camiones en Dover y las estanterías de los supermercados de Manchester parezcan las de las tiendas de La Habana durante el bloqueo norteamericano. Que los hospitales se queden sin sangre para transfusiones y haya que desplegar al ejército para impedir una insurrección civil. Que el sector agrícola y ganadero se hunda, igual que la libra esterlina. Que las empresas se enfrenten a una abrumadora burocracia para importar y exportar.
Al preparar a la ciudadanía para las consecuencias de un Brexit no pactado, el ministro para la Salida de la UE, Dominic Raab, calificó algunos de esas previsiones de “exageraciones”, a pesar de que especulen con ellas la policía, el Colegio de Médicos y Enfermeras, la patronal, las cámaras de comercio, todo tipo de think tanks y el Banco de Inglaterra. “No faltará comida y no hay planes para desplegar al ejército en las calles. Y no tiene ningún sentido que España haga la vida imposible a los pensionistas ingleses”. Pero admitió que, aparte de eso, “cesaría la libre circulación de mercancías entre el Reino Unido y la Unión Europea”. Lo cual, cuando menos a corto plazo, sería el caos. Una coma en un documento en Bruselas haría que los consumidores de Newcastle se quedasen sin aguacates de Almería o naranjas de Valencia.
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