Amenazas económicas
La creciente alerta ante la posibilidad de una salida brusca, sin acuerdo, del Reino Unido de la Unión Europea, lo que se conoce como un Brexit duro; y la inaceptable política de algunas empresas de ir enlazando contratos temporales de un mismo trabajador.
EL 29 de marzo del 2019 el Reino Unido abandonará la Unión Europea. Antes se celebrarán cumbres europeas –la primera a partir del 20 de septiembre, y otras en meses sucesivos– en las que se tratará de rubricar un acuerdo para que el divorcio no sea todo lo lesivo que puede ser para ambas partes. Fuentes gubernamentales británicas afirman que ese acuerdo está ya adelantado, y prácticamente pactado, al menos en un 80% de sus contenidos. Otras fuentes se muestran más pesimistas, afirman que las negociaciones no avanzan al ritmo deseado y, por lo que pueda ser, van alertando a la población sobre las consecuencias de un divorcio no amistoso.
El ministro británico a cargo del Brexit, Dominic Raab, empezó a divulgar ayer, sudoroso, una serie de “notas técnicas” que detallan las consecuencias de una separación no pactada. La lógica ya nos indica que una ruptura de este tipo no sería buena ni para Gran Bretaña ni para Europa. Pero los partidarios del Brexit se han encargado de propagar lo contrario, en ocasiones basándose en indicadores económicos que luego se probaron falsos. Dicha lógica haría innecesarias las notas técnicas que nos ocupan. Pero aquí están. Y lo que nos dicen es que, a corto y medio plazo, los resultados de un Brexit no acordado serían muy inconvenientes.
Lo serían, además, en distintos ámbitos. Raab dio a entender ayer que los expatriados británicos, por ejemplo los afincados en España, podrían tener problemas para acceder al dinero depositado en sus cuentas en bancos ingleses y para cobrar las pensiones. También que las transacciones abonadas con tarjetas de crédito pueden encarecerse. También que un Brexit duro podría complicar mucho el tráfico de mercancías entre el Reino Unido y los países de la UE, con los efectos previsibles para la industria y la agricultura, británica o europea. Y no acabarían aquí los efectos de un Brexit duro. Podrían tener otras expresiones más inmediatas, como el desabastecimiento de medicamentos, un incremento del papeleo, la imposibilidad de viajar con mascotas o el recorte del programa Erasmus.
Actualmente, el Brexit excita las pasiones en distintas instancias. Las excita entre Bruselas y Londres, como es natural. Pero las excita también en la escena política del Reino Unido. El líder laborista, Jeremy Corbyn, se muestra últimamente muy remiso a afirmar que el Brexit arrojará frutos apetitosos. Y, en el seno del Partido Conservador, el Brexit se ha convertido en un auténtico caballo de batalla. Los sectores más radicales apuestan por el Brexit duro, acusan a la premier Theresa May de tibieza y se disponen a discutir su poder en el congreso de esta formación previsto para finales de septiembre en Birmingham.
En todo caso, y a la espera de cómo evoluciona la negociación, las declaraciones de ayer de Raab admiten ya dos lecturas. La primera es que desde el número 10 de Downing Street se reconoce ahora la posibilidad de que el Brexit duro acabe materializándose. Con la boca pequeña, eso sí, puesto que la enumeración de sus consecuencias se hace siempre seguida de la afirmación que, seguramente, se llegará a un acuerdo. La segunda lectura es que la operación del Brexit, que se lanzó apoyada sobre no pocas mentiras, empieza a revelar su rostro real. Es decir, los efectos reales que puede suponer para los ciudadanos británicos, también para los de la Unión Europea. Y, francamente, no son efectos que podamos calificar de deseables.