Postal de un cementerio
Adosado a la muralla, el cementerio reúne todos los ingredientes que se le suponen: cipreses tozudamente erguidos, un muro lo bastante alto para contener a los vándalos o, en tiempos de exhumaciones y revisionismos forenses, el furor de los amantes de los concilios cadavéricos. Hay una puerta de reja que chirría, un silencio agrietado por el canto de cucos, tórtolas y urracas y una calma tan conclusiva como un poema de Montserrat Abelló. Las tumbas son la expresión de evoluciones varias. La de mi abuela, que murió ahogada en 1941, es una cruz metálica, que incluye la foto de una mujer de expresión bondadosa, envejecida antes de tiempo. La de mi madre, en cambio, no incluye foto, sólo la elegancia de una variante de granito que llevaba la palabra antracita en el catálogo del marmolista.
El sol despampanante hace emerger la viveza de las flores, que contrastan con el azul de un cielo de bandera argentina. Aquí la tradición tiende a incluir fotografías de los difuntos incluso en los nichos. Las imágenes explican el país sin palabras, sólo con la austera expresión de hombres con boina y mujeres con medallas religiosas, que se resisten
Aquí la tradición tiende a incluir fotografías de los difuntos incluso en los nichos
a sonreír, como si desconfiaran de las intenciones del fotógrafo. Hay ancianas vestidas de luto y, de vez en cuando, la fotografía de un niño o de una joven risueña. Si la sonrisa es en color significa que murió de accidente o de muerte dramáticamente prematura y su expresión es un grito de luminosidad contra la oscuridad del destino.
Los panteones familiares rompen la uniformidad general con un elitismo grandilocuente. Por acumulación, los apellidos forman una toponimia que explica la historia del pueblo y la comarca: Sauret, Puigpelat, Porcioles, Pinós, Armengol, Morell, Profitós, Brufau, Rodés y multitud de García. Algunas lápidas se refieren al oficio, como un administrador de correos que catapulta su orgullo hacia la posteridad. La diversidad de cruces excita la creatividad de escultores y marmolistas y hay nichos y tumbas con letras que han saltado y parecen el panel del concurso La ruleta de la suerte. Ángeles, cristos y vírgenes son elementos que intentan subrayar el impacto del luto, pero, en general, sorprende la cantidad de tumbas y nichos que prefieren una sobriedad de paisaje de secano, sin redundancias. La más austera no incluye ni los apellidos y, con letras precariamente mayúsculas, pone “Manolete”, así, sin más. En la entrada del cementerio hay cubos, escobas y fregonas para que los visitantes puedan limpiar las tumbas. En general, y contra la impresión según la cual todos tenemos en mente un epitafio categórico, brillan por su ausencia. De vez en cuando, breves citas bíblicas y, en un nicho cercano a la salida (o, según cómo se mire, a la entrada), un texto que interpela al visitante con la espontaneidad interactiva de un actor de La Cubana: “¿Qué miras? Muerta estoy. He sido lo que tú eras, tú serás lo que yo soy”.