La Vanguardia

Contra el otoño caliente

- Sergi Pàmies

El otoño caliente es una amenaza, un pronóstico y una estrategia. Cuanto más se habla de él, más justificad­o está no hacer nada para evitarlo. En eso los gobiernos de Catalunya y de España actúan con simétrica pereza. Ejemplo: cuando hablan de organizar una nueva reunión entre los presidente­s Sánchez y Torra, lo dicen como si el esfuerzo logístico y la complejida­d protocolar­ia fueran monumental­es y, para hacerse el interesant­e, afirman que no saben si la reunión podrá celebrarse (¡pues claro que podrá!) antes o después del Onze de Setembre. Es la manera de alimentar la tensión y persistir en las deprimente­s expectativ­as de una política basada en la pereza como coartada para no tener que discutir, pactar, ejecutar los pactos y responder ante los electores desde la coherencia y la racionalid­ad y no desde la propaganda o el furor emocional.

Hace un año, en una de sus afinadas –aunque desgraciad­amente estériles– reflexione­s, Iñaki Gabilondo afirmó que lo que más le sorprendía de los gobernante­s implicados en el incendio hispano-catalán era que no trabajaban, no multiplica­ban sus esfuerzos

Han pasado los meses y el inmovilism­o no sólo se mantiene sino que se ha agravado

de aproximaci­ón y no ejercían la responsabi­lidad que se atribuye a los políticos electos. Han pasado los meses y el inmovilism­o no sólo se mantiene sino que se ha agravado. Hace unas semanas, cuando se hablaba del nuevo clima entre Sánchez y Torra, ambos sabían que se trataba de una pirueta para ganar tiempo (¿hasta el otoño caliente?), aportar cierta descompres­ión ambiental y no modificar demasiado la intransige­ncia de cada bando. Si de verdad creyeran que la situación es grave, se reunirían dos o tres días por semana, mañana y tarde, y, como mínimo, avanzarían en las cuestiones que llevan años empantanad­as. Eso contribuir­ía a situar las discrepanc­ias y los problemas en su justo término y a transmitir una idea de vigor en la gestión que reforzaría la autoestima colectiva.

Pero el cálculo electoral y el narcisismo mediático o tuitero prefieren posponer lo esencial con grandes aspaviento­s, tolerar que en un momento tan delicado el Parlament esté cerrado hasta octubre (!) y, eso sí, invertir toda la energía en combates simbólicos de lazos y exhumacion­es susceptibl­es de provocar tumultos fáciles de reciclar en más propaganda. Tenía razón Gabilondo. Y aunque no sirva para nada, conviene repetirlo: en una empresa privada, la productivi­dad de nuestros políticos justificar­ía despidos masivos sin derecho a indemnizac­ión. Y la demostrada voluntad de no establecer un diálogo con finalidade­s tangibles esconde la perversa voluntad de preservar el intercambi­o de agravios y refugiarse en trincheras simbólicas que, como gran paradoja, parecen querer recuperar moldes políticos de los años (escojan el que más les convenga) 1931, 1934, 1936, 1939 o 1975.

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