Woolf, un faro de lucidez
Como diría Marta Pessarrodona (su más profunda conocedora), Woolf siempre es Woolf. Es decir, siempre seduce y nunca decepciona, no en vano ha escrito algunas de las novelas más importantes del siglo XX. Este artículo, por ejemplo, se podría haber fijado en la inmensa La señora Dalloway ,o en Una habitación propia, la que “toda mujer necesita, además de dinero, si quiere escribir ficción”. Pero del conjunto de la obra literaria de Virginia Woolf, personalmente tengo un deleite especial por la pequeña Orlando, una fabulación deliciosa del caballero carolingio Roldán, y que Woolf habría escrito en una “writer’s holiday”. Un apunte previo: aunque hay una traducción al catalán de Maria Antònia Oliver, es inevitable dejarse cautivar por la traducción maestra que hizo Jorge Luis Borges, pieza de creación, ella misma.
¿Qué es Orlando? El subtítulo asegura que es una biografía, pero con una carga de crítica mordaz y un yo narrativo pomposo, que destripa el género biográfico de la época. Es, también, la reinvención fabulosa de un héroe medieval clásico, el caballero Roldán que en el Renacimiento protagonizó dos grandes poemas épicos, Orlando enamorado y Orlando furioso. Pero tampoco es exactamente una recreación del legendario caballero, porque el Orlando de Woolf no es hombre, ni mujer, sino todo al tiempo, una sorprendente encarnación del mito hermafrodita; tampoco es antiguo, ni moderno, sino extrañamente joven, ya que muere con 38 años, a pesar de vivir varios siglos; y si bien será un esforzado escritor, en su doble vida masculina y femenina, será muchas más cosas.
Como hombre será noble, fiel sirviente de Isabel I, enamorado de una princesa rusa y embajador en Constantinopla; y en una segunda etapa, convertido en mujer después de un sueño profundo, escapará con una gitana a lomo de un asno, viajará por Anatolia, volverá a Londres, huirá de una noble enamorada, que resultará ser un hombre, luchará por no perder su patrimonio, se casará con un marinero, y retornará a casa para acabar el manuscrito La encina que hace tres siglos que escribe.
Es una fantasía inmensa, y, a la vez, un zarandeo a los prejuicios sobre la mujer, la sexualidad, la identidad, y el papel de la escritura como ariete crítico de la condición humana. Y también es, con toda su explosión lírica, “la carta de amor más larga y bonita en la historia de la literatura”, según el hijo de Vita SackvilleWest, la rica aristócrata, amante de Woolf durante más de una década, y a la que dedica el libro. Ciertamente, el relato está lleno de paralelismos entre la vida de Vita y la de Orlando. Por ejemplo, la Knole House, de Vita, una de las mayores de Inglaterra, con más de 350 habitaciones, es la que Orlando intentará salvar cuando, convertido en mujer, no le permitirán ser la propietaria; también, el pasaje de los gitanos evocaría a la abuela de Vita que era una gitana de Málaga; o el poema que Orlando escribe, La encina, que remite al poema La tierra que escribió la misma Vita; y, sobre todo la ambivalencia sexual, no sólo por las relaciones lésbicas entre Vita i Virginia, sino por el viaje que Vita hizo por Francia con su primera amante, Violet Trefusis, vestidas con ropa masculina, y que Orlando llevará a la última dimensión, convertido en uno de los primeros transexuales de la historia de la literatura.
Orlando, pues, es un maravilloso juego de prestidigitador que saca sorprendentes conejos de sus muchas vidas, con el fin de enfrentarnos al tabú de la sexualidad libre –que practicó el grupo de Bloomsbury, al que pertenecía el matrimonio Woolf–, a la discriminación de género, y a la condición humana, más allá de las rígidas convenciones preestablecidas.
De hecho, la gran lección de Orlando es justamente esta, que es el mismo ser humano, sin ningún cambio de personalidad, tanto si es hombre, como si es mujer. Es decir, el género no es importante, ni debe determinar los derechos, las profesiones o, directamente, la sociedad literaria, genéticamente instalada en la misoginia. Y esta verdad, secularmente negada, y duramente despreciada en la época de Woolf, recorre la piel del protagonista y lo eleva a la categoría de ser humano completo, liberado de todo estigma.
Lo hace, además, con una sensualidad literaria que también es hermafrodita, porque es prosa y poesía al mismo tiempo, fusionados los dos géneros de manera sublime. Orlando podría haber sido un lúcido panfleto feminista, o un memorial de agravios de los prejuicios sexuales, o haberse quedado en la feroz crítica al género biográfico que cultivaba el padre de Virginia, con notable éxito. Pero Woolf siempre es Woolf y su literatura es un universo entero de emociones, dudas e interrogaciones del ser humano. En sus Diarios, escritos entre 1915 y 1919, en plena lucha con su depresión, dejó dicho que “siempre hace falta mantener a los clásicos a mano para prevenir la caída”. Convertida, ella misma, en un clásico, no hay duda de que siempre hay que mantener Virginia Woolf muy cerca: un faro de lucidez en medio de la niebla cotidiana.
Orlando no es hombre, ni mujer, sino todo a la vez, sorprendente encarnación del mito hermafrodita