Perder con el turismo
El turismo es una de las actividades en las que más se cumple la lógica de que unos pocos obtienen muchos beneficios, mientras que las pérdidas se socializan. Es la gran paradoja. El turismo transforma en profundidad las sociedades que lo promueven. Pero eso no impide que haya acabado ocupando un lugar central en las economías avanzadas. Y que en algunos países se haya convertido en la primera actividad económica.
En los años del veraneo de los 70 y 80, el gran damnificado era el territorio, las costas que desaparecían bajo el cemento. Pero era un turismo ordenado. Los turoperadores depositaban cada verano a millones de obreros de la Europa del norte en Benidorm, Can Pastilla o las playas del Adriático. Y de allí no se movían. En una versión de clase media: los de Sabadell iban a Palamós, y los de Terrassa, a Platja d’Aro. Poco más.
Ese mundo cambió con la llegada del transporte de bajo coste y de internet (el turismo urbano, los cruceros…), que descubrieron al consumidor infinidad de lugares en el mundo. La gente ya no quería tomar el sol. Quería “conocer” el país. “He pasado horas en una librería de viejo del Joordan, en Amsterdam” (junto a otras treinta personas apiñadas en el interior, todos turistas como él). “Nos hemos perdido en una isla vietnamita, y los locales, muy majos, nos cocinaron la cena en la playa” (con sopa de sobre). “Brutal. He conducido tres horas por las tierras altas de Islandia sin cruzarme un solo coche” (en la versión del 2006, ahora esa soledad dura quince minutos).
Una interpretación trágica de lo que ocurre es que los turistas destruyen lo que aman. Suena terrible. Pero hay casos en que lo parece. En el 2010, el entonces vicepresidente chino Xi Jiping visitó Rovaniemi (al norte de Finlandia) y se hizo una fotografía con Papá Noel. El “efecto llamada” fue devastador para el pueblo. Todos los chinos quieren emular a Xi Jiping...
Son los efectos colaterales. El turismo pone a prueba las infraestructuras de los destinos. Distorsiona el mercado de la vivienda (con las grandes plataformas de alquiler, más). Colapsa los sistemas de transporte público. Incomoda a los vecinos, que ven como “su ciudad” desaparece. Y puede desatar la hostilidad de los anfitriones cuando la convivencia se ve alterada (Barcelona es un buen ejemplo).
El turismo tiene pues perdedores. También los que hacen posible esa movilidad tan barata. Ya los conocemos a todos. A las kellys, que limpian tan barato. A los empleados de seguridad de El Prat, los de las colas del año pasado. A los pilotos de Ryanair, que se han rebelado este verano contra una de las empresas madre del invento.
Hay economistas que piensan que esa hostilidad ante el turismo es muestra de inadaptación al mundo nuevo. Quizás. Pero conviene tomársela en serio. En el 2017 viajaron a Europa 670 millones de personas. Sólo este verano habrán sido 200 millones. Los asiáticos sumarán 500 millones más de aquí al 2030. El turismo es un gran negocio. Pero ha adquirido unas dimensiones que sólo una mayor atención a los perdedores permitirá que lo siga siendo.
El turismo tiene un “efecto llamada” que puede ser devastador para algunos destinos