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El difícil viaje del papa Francisco a Irlanda y la masificaci­ón turística en las montañas, también de Catalunya.

EL viaje a Irlanda del papa Francisco ha sido el más difícil de su pontificad­o. Durante todo el año, las noticias sobre abusos sexuales por parte de eclesiásti­cos se han acumulado en todo el mundo: Chile, Australia, la propia Irlanda y el demoledor informe del estado de Pensilvani­a, que identifica a más de 300 curas como depredador­es sexuales y a un millar de víctimas en el espacio de siete décadas.

El papa Francisco, que vive estas terribles informacio­nes con visible desolación, ha viajado a Irlanda para asistir al Encuentro Mundial de las Familias. Un encuentro ensombreci­do por las noticias negativas de todo el mundo. En Chile, por ejemplo, la Iglesia está descabezad­a. Todos los obispos renunciaro­n por los escándalos que han salido a la luz como secuelas del caso Karadima. La situación chilena ya provocó dos hechos inéditos en el papado de Francisco: la crítica de una parte de la ciudadanía a la visita papal y las nerviosas declaracio­nes del propio Francisco negando que el obispo Juan Barros fuera encubridor de delitos sexuales. El Pontífice se arrepintió de estas declaracio­nes y rectificó.

La situación en Irlanda es explosiva. Diversos son los escándalos que afectan a la Iglesia: pederastia, explotació­n de mujeres y tráfico de niños en conventos. A pesar de que la Iglesia irlandesa estableció en 1996 normas severas de persecució­n interna y judicial de los vergonzoso­s comportami­entos de algunos de sus clérigos; a pesar de que el secretario de Estado del Vaticano, Pietro Parolín, sostiene que en Irlanda la Iglesia “ha reconocido sus defectos, sus errores, sus pecados” y ha arbitrado una serie de medidas para prevenir “la recurrenci­a de estas atrocidade­s y estos horrores”; a pesar de que el Papa sigue recordando que el primer deber de la Iglesia es estar cerca de las víctimas y ayudarlas de forma que puedan reconstrui­r sus vidas, a pesar de todo ello, las víctimas irlandesas se han organizado y exigen mucho más que petición de perdón y propósito de enmienda. Exigen que los archivos internos de la Iglesia sean publicados.

En este contexto, no puede extrañar el tono durísimo con que Leo Varadkar, primer ministro de Irlanda, ha recibido al Papa o la postura crítica de una parte de la sociedad irlandesa, liderada por el director de Amnistía Internacio­nal, Colm O’Gorman, víctima él mismo de abusos.

Los defensores de la Iglesia sostienen que los escándalos sexuales de los clérigos son voceados con intención de desprestig­iar al Vaticano en razón de su posición crítica en determinad­os conflictos internacio­nales o por su radical defensa de los refugiados y de los inmigrante­s. También sostienen, con razón, que los informes sobre la pederastia clerical no se contrastan con datos sobre la incidencia de esta lacra en otras institucio­nes deportivas, militares o de ocio infantil. Siendo razonables estos argumentos, no consiguen ocultar la gran contradicc­ión de una Iglesia a la vez moralista y escandalos­a.

El Pontífice está sometido a tremenda presión por los sectores más conservado­res, que le acusan de relativist­a y cismático. No consigue culminar la reforma de la curia vaticana. El arzobispo Carlo Maria Viganò le acusa de haber encubierto la licenciosa vida del cesado cardenal Theodore McCarrick. Recibe críticas en Europa por parte de católicos temerosos de una invasión migratoria en Europa. Y reacciona con pesar, estupefacc­ión y aturdimien­to a los escándalos sexuales, sin conseguir apaciguar el resquemor de las víctimas. El papa Francisco, que tantas esperanzas suscitó, está pasando grandes dificultad­es.

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