La Vanguardia

Mi abuela en la tierra prometida

- Antoni Puigverd

Zygmunt Bauman relacionó la identidad nacional con el mito de la tierra prometida: un ideal inalcanzab­le y, por consiguien­te, inagotable­mente atractivo. Puesto que nunca se alcanza, no puede dejar de ser tenido en cuenta. La identidad es celosa: no admite otros ídolos. Ni puede culminarse ni se puede abandonar. La desazón de la identidad aparece cuando alguien te la niega. Si está bien reconocida, raramente suscitará tu atención o se convertirá en tu problema. En esto se distingue claramente un español de matriz catalana y uno de matriz castellana.

En este mundo nuestro de patrias históricam­ente impuras; en este presente dominado por nuevas identidade­s sexuales o culturales (globalizac­ión, migracione­s), estamos constantem­ente obligados a elegir identidad, a repetir los debates, a replantear las decisiones ya tomadas. La crisis catalana es hija de este momento mundial convulso y mezclado y contradict­orio. Pero no es fácil acordar un nuevo marco de referencia­s e identidade­s compartida­s. Por eso solemos elegir por exclusión. Si una identidad se afirma prescindie­ndo de la complejida­d

La identidad es celosa: no admite otros ídolos; ni puede culminarse ni se puede abandonar

de su entorno, genera anticuerpo­s fortísimos. La identidad española de matriz castellana los ha generado siempre, aunque no hay manera de que tome conciencia de ello. También empieza a generarlos su discípulo: una identidad catalana que sueña con cortar todos los cables que la conectan a la identidad española.

Julian Tuwin, poeta polaco de origen judío, dijo que el hecho de que odiara más a los antisemita­s polacos que a los de cualquier otra parte del mundo era la prueba más clara de su identidad polaca. Es un ejemplo irónico, muy judío, de una vivencia persistent­e: a menudo, la incomodida­d que te provoca el vecino acaba siendo un indicio claro de tu identidad. Los catalanes acumulamos vivencias de este tipo para dar y tomar.

De hecho, la sociedad catalana, tradiciona­lmente mezclada, se había anticipado al modelo impuro que ahora se extiende por todo el mundo. Pero ni siquiera nosotros hemos podido resistir la tentación de la pureza que la globalizac­ión ha exacerbado. Cuando más teme una identidad por su desaparici­ón, más religiosam­ente se expresa.

Desmelenad­a, la identidad tiende a practicars­e como una fe. Una religión con mitos, ídolos, catecismos y verdades reveladas. Por experienci­a propia sé que quien desea introducir algo de racionalid­ad en esta vivencia religiosa de la identidad nacional acaba provocando dos efectos no buscados. O bien ofende con sus argumentos desapasion­ados a aquellos que experiment­an la identidad como una vivencia sagrada o bien regala sin querer argumentos a aquellos que, desde posiciones nacionales antagónica­s, no menos sagradas, esperan que el adversario se rinda y desaparezc­a del mapa.

Ya lo decía mi abuela: es imposible no pisar los callos de los vecinos, ni hacer favores a quien no querrías. Y también: carecer de opiniones propias es la mejor manera de caer simpático en el vecindario.

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