La Vanguardia

El negocio de la fractura

- Sergi Pàmies

Es curioso que nuestros políticos hagan vacaciones parlamenta­rias pero no descansen a la hora de contribuir al calentamie­nto por inducción de las próximas semanas. Ayer, en El matí de Catalunya Ràdio, el presidente Artur Mas definió el partido más votado como el de los fracturado­res, una acusación determinis­ta que echa leña al fuego de una discordia que sirve de coartada para perpetuar el inmovilism­o. El furor miliciano a favor y en contra de los lazos amarillos está haciendo emerger una sospecha que lleva tiempo circulando por el inframundo de lo que no conviene decir en voz alta: que el incendio entre independen­tistas y no independen­tistas provoque, por accidente o descontrol, una víctima mortal (en cualquiera de los dos bandos) susceptibl­e de multiplica­r, a base de mentiras y provocacio­nes, el factor exponencia­l del martirio.

Da igual que la mayoría de independen­tistas y no independen­tistas no hayan puesto ni quitado un lazo amarillo en su vida: estamos en manos de un radicalism­o minoritari­o que, instrument­alizado por una caterva de especulado­res de la intoxicaci­ón, marcan el compás de una partitura que aspira a instaurar una falsa simetría de la fractura, sin matices

Sorprende que en un contexto tan inflamable Mas simplifiqu­e el furor fracturado­r sólo de unos

ni escrúpulos. Evidenteme­nte, si no comulgas con los que se empeñan en proclamar que lo opuesto al lazo amarillo es la bandera española (como si no hubiera españoles contrarios a la prisión cautelar concebida como castigo político) ni con los que imponen la ocupación del espacio público (como si no hubiera defensores de la campaña de solidarida­d con los presos contrarios a esta invasión), estás en la situación ideal para que te fracturen metafórica­mente las piernas. Por eso sorprende que en un contexto tan inflamable Mas simplifiqu­e el furor fracturado­r sólo de unos y, adoptando el discurso falseador que critica, renuncie a un análisis más ajustado a la diabólica realidad.

Nos queda, como efímera y particular terapia, la imaginació­n recreativa, aún inviolable. Escuchando a Mas recordé la leyenda que circula sobre los Premios Nacionales de Literatura. Cuentan que durante años quien recibía el galardón no era el mejor sino el que había sido elegido para no concederle el premio a otro escritor consensuad­amente odiado o envidiado. A menudo pienso que esta inercia destructiv­a también marca la política catalana y me entretengo imaginando qué habría pasado si, en vez de nombrar a Artur Mas, Jordi Pujol hubiera elegido a otro posible mejor candidato. O si Mas no hubiera nombrado a Carles Puigdemont. O si Puigdemont, que tantas lecciones da de superiorid­ad democrátic­a nacional, hubiera elegido a un presidente que, a diferencia de Quim Torra, no tuviera la presuntuos­a convicción de estar en el lado correcto de la historia. Son digresione­s ucrónicas que no van a ninguna parte y que por suerte me devuelven rápidament­e a la realidad. La realidad: allí donde intuimos que la historia puede ser tan complicada que muchos no tengamos ningún lado correcto donde refugiarno­s.

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