Inmigrantes con carnet de pobre
Bérchules es un pequeño municipio de Las Alpujarras con apenas 700 habitantes. El típico pueblo de casas encaladas colgadas de una de las montañas de Sierra Nevada. A principios de agosto empezaron a llegar grupos de senegaleses procedentes de El Ejido, donde la actividad en los invernaderos va a menos durante la época estival. Arribaban en pequeñas oleadas con la esperanza de trabajar en la cosecha del tomate cherry que se cultiva en la parte alta de la sierra. Llegaban con lo puesto, sin un lugar en el que pasar la noche, ni recursos para poder alimentarse. Los vecinos eran incapaces de contabilizar a los nuevos residentes que pronto ocuparon un edificio abandonado donde cocinaban con un pequeño camping gas. Los que no encontraron techo se instalaron a la intemperie junto al río, donde tenían agua asegurada.
Pronto el Ayuntamiento se vio incapaz de gestionar la llegada de inmigrantes. Los responsables municipales intentaron mediar. Explicarles que sin papeles difícilmente nadie les contrataría. Pero continuaron llegando y pronto ya eran más de medio centenar. Quizás alguien les había dado la falsa esperanza de que allí encontrarían un empleo. La Cruz Roja les suministró alimentos y los vecinos empezaron a ejercer su solidaridad comprándoles comida, cediéndoles mantas, ya que las noches son frías en la zona, o fiándoles en las pocas tiendas que aún quedan en el pueblo. Otros en cambio, siempre ocurre lo mismo, dudaban de sus pocos recursos y cuestionaban la única posesión y “lujo” que tienen los inmigrantes: un móvil con el que comunicarse con la familia que dejaron atrás. ¿Cómo pueden tener un teléfono, si no tienen para comer? ¿Quién se lo paga? Como si para ser pobre tuvieran que tener un carnet con el que demostrar la pobreza.
Cuando empezó la recolección, los inmigrantes se sentaban en la plaza a primera hora de la mañana. Antes de que salieran las primeras cuadrillas ya estaban listos, pero los camiones que trasladaban a los jornaleros no se detenían. Pasaban de largo. La mayoría de los recién llegados no tenían papeles, algunos acababan de desembarcar en la costa de Motril. “Queremos trabajar”, gritaban, mientras sus ruegos quedaban apagados por el ruido de los motores.
Les suena la estampa. La de decenas de personas inmigrantes sin trabajo, aguardando hace más de 40 años en la plaza Urquinaona, a la espera de que algún capataz se apiadase de ellos y los contratara en alguna obra. “Tú sí, este otro no”, esa era la cantinela diaria que aún hoy muchos recuerdan con resquemor y también como una humillación. La historia se repite, pero con otros protagonistas, y estas escenas se reproducen en ciudades y pueblos que se ven y sienten abandonados a su suerte. Sorprendidos por la oleada de inmigrantes se ven obligados a gestionar sin apenas recursos ni ayudas una crisis humanitaria de la que los estados parecen haberse desentendido e intentan solucionar con parches.
Por la mañana, sentados en la plaza del pueblo gritan “queremos trabajar”, sin que nadie les contrate