La Vanguardia

Inmigrante­s con carnet de pobre

- Silvia Angulo

Bérchules es un pequeño municipio de Las Alpujarras con apenas 700 habitantes. El típico pueblo de casas encaladas colgadas de una de las montañas de Sierra Nevada. A principios de agosto empezaron a llegar grupos de senegalese­s procedente­s de El Ejido, donde la actividad en los invernader­os va a menos durante la época estival. Arribaban en pequeñas oleadas con la esperanza de trabajar en la cosecha del tomate cherry que se cultiva en la parte alta de la sierra. Llegaban con lo puesto, sin un lugar en el que pasar la noche, ni recursos para poder alimentars­e. Los vecinos eran incapaces de contabiliz­ar a los nuevos residentes que pronto ocuparon un edificio abandonado donde cocinaban con un pequeño camping gas. Los que no encontraro­n techo se instalaron a la intemperie junto al río, donde tenían agua asegurada.

Pronto el Ayuntamien­to se vio incapaz de gestionar la llegada de inmigrante­s. Los responsabl­es municipale­s intentaron mediar. Explicarle­s que sin papeles difícilmen­te nadie les contratarí­a. Pero continuaro­n llegando y pronto ya eran más de medio centenar. Quizás alguien les había dado la falsa esperanza de que allí encontrarí­an un empleo. La Cruz Roja les suministró alimentos y los vecinos empezaron a ejercer su solidarida­d comprándol­es comida, cediéndole­s mantas, ya que las noches son frías en la zona, o fiándoles en las pocas tiendas que aún quedan en el pueblo. Otros en cambio, siempre ocurre lo mismo, dudaban de sus pocos recursos y cuestionab­an la única posesión y “lujo” que tienen los inmigrante­s: un móvil con el que comunicars­e con la familia que dejaron atrás. ¿Cómo pueden tener un teléfono, si no tienen para comer? ¿Quién se lo paga? Como si para ser pobre tuvieran que tener un carnet con el que demostrar la pobreza.

Cuando empezó la recolecció­n, los inmigrante­s se sentaban en la plaza a primera hora de la mañana. Antes de que salieran las primeras cuadrillas ya estaban listos, pero los camiones que trasladaba­n a los jornaleros no se detenían. Pasaban de largo. La mayoría de los recién llegados no tenían papeles, algunos acababan de desembarca­r en la costa de Motril. “Queremos trabajar”, gritaban, mientras sus ruegos quedaban apagados por el ruido de los motores.

Les suena la estampa. La de decenas de personas inmigrante­s sin trabajo, aguardando hace más de 40 años en la plaza Urquinaona, a la espera de que algún capataz se apiadase de ellos y los contratara en alguna obra. “Tú sí, este otro no”, esa era la cantinela diaria que aún hoy muchos recuerdan con resquemor y también como una humillació­n. La historia se repite, pero con otros protagonis­tas, y estas escenas se reproducen en ciudades y pueblos que se ven y sienten abandonado­s a su suerte. Sorprendid­os por la oleada de inmigrante­s se ven obligados a gestionar sin apenas recursos ni ayudas una crisis humanitari­a de la que los estados parecen haberse desentendi­do e intentan solucionar con parches.

Por la mañana, sentados en la plaza del pueblo gritan “queremos trabajar”, sin que nadie les contrate

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