Con permiso de Henrik Ibsen
El Tromso no es ninguna potencia europea, pero sí el equipo más septentrional del continente. Y juega en pleno verano
En enero el dios del fútbol europeo (el único que cuenta, como se demostró en Rusia) creó la Liga, en febrero la Serie A, en marzo la Premier, en abril la Bundesliga, en mayo la Champions, y desde mediados de junio hasta entrado agosto –salvo que haya Eurocopa o Mundial– mandó descansar. ¿Qué puede hacer durante ese tiempo un hincha no practicante, adicto al virus de los estadios y dispuesto a desafiar el mandamiento de la abstinencia estival? La respuesta es irse a Noruega. Noruega, Suecia y Finlandia, por razones de climatología en las que no es necesario profundizar, tienen bula para empezar sus temporadas en marzo o abril, cuando las ligas normales están acabando, jugar a lo largo del verano aprovechando los días interminables que hay que rellenar de alguna manera, proclamar el campeón en noviembre antes de que caigan las primeras nieves y se congele la hierba (y hasta el aliento), e hibernar como los osos polares durante las noches casi eternas –cuanto más al norte, más– del gélido invierno. Un partido en el Alfheim Stadion de Tromso en julio no sólo es posible, sino que además no es pecado.
El Alfheim –dios de la guerra en la mitología noruega– es un pequeño campo con capacidad para 8.500 espectadores (Tromso sólo tiene 75.000), en un barrio residencial en lo alto de una colina, a poca distancia del centro, con bonitas vistas a la ciudad y a las montañas, funcional como el mobiliario de Ikea (que no es particularmente popular en Noruega, porque los vecinos suecos ocuparon el país durante casi un siglo, entre 1814 y 1905).
Hay diversas razones para ir al fútbol en Tromso, el equipo im- portante, de primera categoría, más septentrional de toda Europa (en sus vitrinas sólo hay dos títulos de la copa noruega, pero ese honor geográfico no se lo quita nadie). La primera es que en la ciudad, aparte de pasear, ir a los conciertos de medianoche de la catedral y observar los enormes transatlánticos anclados en su puerto, no hay muchas más cosas que hacer. La vida nocturna consiste en escuchar al veterano cantante Alfred Aronsen interpretando canciones de los setenta con media docena de lugareños sentados alrededor de su piano en un bar prácticamente vacío, donde una pinta de cerveza cuesta diez euros. No es de extrañar que en agosto todo el país en masa emigre a las costas españolas, donde por ese dinero uno se toma una botella de vino decente en un restaurante (en Noruega, con su moral protestante e ibseniana, sólo se puede comprar en tiendas monopolio del Estado, y los domingos está prohibida por completo la venta de alcohol). Una entrada con asiento en el Alfheim cuesta 260 coronas (27 euros), lo que proporcionalmente al nivel de vida no es caro en absoluto, y menos en comparación con una cerveza. Pero no todo es dinero en la vida, o tal vez sí, porque Noruega ocupa el primer lugar en el último ranking de países más felices, hecho que sin duda tiene mucho que ver con su fondo soberano de un billón de euros amasado con los ahorros del petróleo (el mayor del mundo, propietario entre otras cosas de la Regent Street de Londres), que permite que la universidad sea gratis y que las mujeres tengan un año de permiso de maternidad con un ochenta por ciento del sueldo.
En cualquier caso la segunda razón, y no menos importante, para ir a ver al Tromso es que las reglas de etiqueta de la sociedad noruega no se aplican en el Alfheim, ni en ningún otro estadio, porque las leyes del fútbol tienen prioridad sobre cualquier otra. El aficionado sentado a tu lado te habla sin conocerte, algo inusitado en cualquier otra situación (dirigirse a extraños, sonreírles o establecer contacto visual es de pésimo gusto, y ni siquiera los dependientes de las tiendas saludan). Incluso te cuenta que ha ido al Camp Nou (algo que en otras circunstancias sería un gesto inaceptable de ostentación en una sociedad igualitaria que no alimenta el individualismo: en las zonas rurales hay gente que ni siquiera va al restaurante para que no parezca que presume de tener dinero). Los jugadores se abrazan al meter un gol, cuando fuera del campo tocar a alguien con quien no tienes una relación estrecha es una aberración, y no digamos abrazarle o darle un beso aunque sea en la mejilla. Y protestan al árbitro, aunque en la vida diaria los nativos son gente fría e impertérrita que no se altera por nada, no se queja por nada, y no muestra las emociones ni aunque los maten. Pero un gol es un gol, incluso para los descendientes de los vikingos y a quinientos kilómetros del Cabo Norte. Con permiso, por supuesto, de Henrik Ibsen.
En el estadio los noruegos dejan de lado su reserva, y se permiten el lujo de hablar con extraños