La Vanguardia

Revolución histórica

- Jordi Amat J. AMAT, escritor

El 1 de diciembre de 1960, cuando ya era comunista –tenía una imprenta de donde habían salido papeles clandestin­os, era de los pocos militantes que dominaba el catalán, formaría parte del mejor comité de intelectua­les del PSUC–, Josep Fontana presentó la instancia para empezar los trabajos que concluiría­n con la redacción de su tesis doctoral. Desde entonces su trayectori­a constituir­ía uno de los pilares que a lo largo de la década, con cemento marxista, permitiría­n construir una cultura democrátic­a en la gris España del desarrolli­smo. Es en este campo, convergent­e con el catalanism­o progresist­a, donde hay que rastrear la profunda huella de un mandarín que a lo largo de más de medio siglo, generación tras generación, influyó de manera determinan­te.

Probableme­nte su director de tesis habría sido su maestro en la Universita­t de Barcelona, pero hacía pocos meses que Vicens Vives había muerto. Quien nominalmen­te la dirigió fue Fabián Estapé –implicado en los Planes de Estabiliza­ción que encaminaro­n la sociedad española hacia el camino de la modernizac­ión capitalist­a– y, de entrada, su objeto de estudio sería la influencia de Aribau en la economía española. Era el momento. Estudiando este pasado pretendía intervenir en el presente.

En 1969, expulsado de la UB por su compromiso antifranqu­ista en la onda expansiva de la Caputxinad­a, leía La quiebra del estado español del antiguo régimen (1814-1820) . No fue una aportación cualquiera. Cuando se publicó en libro, en la colección Ariel que él asesoraba (cómo lo hacía Manuel Sacristán), cambió para siempre la explicació­n de la España del siglo XIX: el estudio sistemátic­o de la hacienda, que era uno de los pilares del Estado, le permitió recorrer el colapso de una forma de estado y la dificultos­a consolidac­ión de la revolución burguesa.

Entonces Fontana, a pesar de no contar con una plataforma institucio­nal que se correspond­iera a su prestigio historiogr­áfico, ya fue considerad­o el historiado­r más influyente del país. La función civil del académico, que Vicens había asumido a conciencia, él la heredó y desde entonces ejercería un poder legendario en su disciplina –en la universida­d, en el mundo editorial– fundado, ante todo, en una capacidad de trabajo infatigabl­e que durante los últimos años tuvo su mejor concreción en las síntesis

Por el bien del imperio y La formació

d’una identitat. Era, para quién escribe estas líneas de urgencia, la roca más sólida de una cultura de izquierdas catalana que se ha ido disolviend­o. Era, quizás, el último tótem del siglo XX.

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