Autobús con destino al pasado
La estación del Nord tiene el sabor más genuino de aquellos viajes previos a los vuelos de bajo coste
El borde del futbolín está desgastado de la cantidad de saques iniciales que lleva acumulados. Parece una buena idea para sobrellevar un retraso inesperado del autobús pero sus días de gloria parecen quedar atrás. Arrinconado en una sala acristalada al final del pasillo, no le presta ninguna atención un grupo de cuatro amigos. Prefieren echar la moneda que costaría la partida en una máquina que imprime fotos de Instagram en un papel que recuerda vagamente al de las viejas Polaroid.
A Abdel, de ocho años, sí que le llama la atención el futbolín. Se abalanza sobre él y hace el molinillo con los monigotes pintados de blaugrana, mientras intenta convencer a su padre de que sería buena idea jugar una partida. Por tiempo no será, el autobús con el que viajan a Casablanca aún no ha aparecido por la estación del Nord y ya acumula tres horas de retraso. Pese a ello, el padre se muestra inflexible. También con su hermano pequeño, que agita infructuosamente la palanca con la que se mueven las pinzas de una máquina llena de peluches a la espera de ser rescatados.
Mucho antes de que las compañías aéreas de bajo coste democratizaran la posibilidad de viajar lejos, las estaciones de autobús ya estaban ahí. Y ya tenían su futbolín y su máquina de peluches. También se podía fumar, cosa que hoy en día está prohibida aunque haga caso omiso un hombre de unos 50 años con cara de no dejarse ganar al futbolín. En esta búsqueda de señales del pasado aparece por el camino una báscula y unos sillones que prometen masajes reparadores después de que pasaran sus años de gloria en los centros comerciales. Ahora sirven para amenizar esperas en la vieja estación ferroviaria reconvertida en los 80 en el núcleo central de llegada y salida de autobuses en Barcelona.
A medio camino entre el pasado y el futuro, una tienda se mantiene como locutorio con aparatosos ordenadores en los que navegar por internet durante una hora a cambio de dos euros. Nadie los usa, parecen incluso apagados, como si toda la potencia eléctrica se concentrara en el reluciente escaparate con teléfonos móviles desde 40 euros y todo tipo de accesorios. Una pareja de veinteañeros compra una batería externa para sus aparatos antes de subirse al autobús que les lleva a la Costa Brava.
A pocos metros de allí, hay algo que no acaba de encajar ni en un pasado idealizado ni en un futuro por descubrir. Se trata de una máquina de venta de comida y juguetes para perros, gatos y pájaros. Cuando la ven los cuatro amigos que ya llevan en papel algunas instantáneas del viaje no pueden evitar hacerle una foto para colgarla en su Instagram. Quizás la impriman en la próxima estación.