La Vanguardia

El chorrito de coñac

- Julià Guillamon

Días atrás estaba cocinando en casa. Compré unas espaldas de cordero y las puse al horno. Las rodeé de una cabezas de ajo, de aquellas que, si no tienes seso, te acabas zampando enteras y que te dejan la boca pastosa. El cordero se iba dorando con el aceite y el poquito de grasa. Abrí la puerta del horno, miré como iba la cosa y pensé: “Ahora sería el momento del vaso de vino blanco y del chorrito de coñac”. Problema: no tenía ninguna botella de coñac en casa. Hace años, éramos unos críos, utilizaba la quesera para guardar los puros. Teníamos la nevera siempre llena de cervezas, con el envase de cristal, y siempre había alguna botella de coñac Mascaró por si nos apetecía tomar una copa después de la cena. Era aquella época de la vida en que nada te preocupa. Dejé el cordero en el horno y bajé a la bodega a comprar un par de botellitas de esas de mini bar, para rociar la carne. Es una medida perfecta: las gastas en el asado y no te queda una botella de tres cuartos rondando por la cocina. Con mucha paciencia, vino blanco, un poco de tomillo y un buen chorro de coñac, quedó estupendo. Verter el coñac me pareció un gesto remoto: hacía un montón de tiempo que no lo practicaba.

Mientras se asaba el cordero, le escribí un mail a una amiga cocinera. “¿Tu sabes si los cocineros de ahora ponen coñac en los asados? Mi abuela lo hacía siempre. Hoy he tenido una especie de regresión”. Me contestó

El buen chorro de coñac y la buena picada eran elementos mágicos que mejoraban la experienci­a de comer

en seguida: “El brandy o el coñac desapareci­eron del mismo modo que lo hizo la manteca. Yo todavía los utilizo, sobre todo en los platos de despojos –tripa, capipota, pies– pero yo soy del siglo pasado. Cuando preparan asados, a los cocineros les gusta más decir que utilizan vinos de alguna DO. El Soberano era cosa de hombres y no mola”.

Cuando era pequeño, el buen chorro de coñac y la buena picada eran elementos mágicos que mejoraban la experienci­a de comer. No es que el cordero o la ternera no fuesen de calidad. Mi abuela los compraba en tiendas donde nos conocían. A veces llevaban un hatillo de hierbas que parecía un ramo de flores. Pero el buen chorro de coñac lo elevaba todo a la centésima potencia. Mientras sacaba la fuente a la mesa recordé el ceremonial de cuando mi abuela servía un asado, alguien los probaba y quedaba enamorado: “¡Es que lleva un buen chorro de coñac!”. O, si era una ternera con setas muy confitada: “¡Le he puesto una buena picada de almendras y avellanas!” Guiñaba el ojo y se dilataba en un gesto de satisfacci­ón. El buen chorro de coñac era el elixir que doraba, penetraba, se evaporaba y perfumaba. Potenciaba el sabor y favorecía la transforma­ción de lo que comíamos en alguno que era mucho más que una simple combinació­n de ingredient­es en un tiempo determinad­o. Si mi abuela no lo hubiera pregonado con aquella voluptuosi­dad, quizás no le hubiéramos otorgado tanta importanci­a. El buen chorro de coñac, la buena picada, el pan rayado al momento, el mahón seco comprado a piezas enteras. Saber hacer las cosas y saberlas contar: de eso se trataba, en el mundo de ayer.

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