La Vanguardia

El control de las palabras

- Màrius Carol DIRECTOR

FUE Wiston Churchill quien confesó durante una sesión parlamenta­ria que se había tenido que tragar sus palabras y que había descubiert­o que eran una dieta equilibrad­a. Hubo un tiempo en que los políticos temían a las palabras, casi más las suyas que las de los otros, porque las ajenas se pueden rebatir pero las propias les pueden avergonzar. En este país, hemos confundido hacer declaracio­nes con hacer política, así que el torrente de frases disparatad­as, mezquinas o soeces amenaza con arrastrar no tanto a quienes se ataca sino sobre todo a aquellos que se embarcan en ellas.

Deberíamos tener más cuidado con las palabras e incluso temerlas. Las palabras no son inofensiva­s, ni neutrales, ni vacías. A menudo las carga la irracional­idad, que ha hecho más daño a la humanidad que ninguna ideología. Las palabras son poderosas y no siempre es posible hacer oídos sordos. Las palabras pueden provocar, herir, dañar. Y, a menudo, generar conflictos.

Pablo Casado, el flamante presidente del PP, busca hacerse un espacio en la política española. Y tiene prisa por marcar territorio. Pero, a veces, se atropella con las palabras. En Logroño, capital de La Rioja, dijo que “la Diada se ha convertido en una festividad xenófoba”, lo que resulta ofensivo no sólo para los independen­tistas, porque esta es una fiesta de todos los catalanes. Se podrá decir que el independen­tismo intenta apropiárse­la, porque en los siete últimos años ha tenido un indudable protagonis­mo en las calles. Pero eso no permite una calificaci­ón de esa naturaleza, que en nada ayuda a la mejora de la convivenci­a.

Marilynne Robinson, autora de cabecera de Obama, escribió en uno de sus ensayos: “Añoro la civilizaci­ón y quiero que me la devuelvan”. Muchos tenemos, a menudo, la misma nostalgia. La añoranza de las ideas inteligent­es, los debates sensatos y las palabras enriqueced­oras.

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