La Vanguardia

El incidente del roncador

- Margarita Puig

El tiempo, que para algunos es la manera que tiene la naturaleza de evitar que todo ocurra a la vez, ya se ha engullido otro agosto. Más de lo mismo pero todo distinto. He nadado de ida y vuelta al espigón hasta el hartazgo. He confirmado, aleccionad­a por mis hijos, que bajo el mar el mundo marcha a cámara lenta. He descubiert­o que pescar es ahora más fácil que cuando era niña (sobre todo con el equipo de otro: esto es como los veleros, más vale ser el invitado que el dueño), he sabido que los gusanos de cebo se siguen comprando delante de la estación (y que el butifarra es tan efectivo como el Arenys). Y que es mucho mejor guiarse por la luz de un frontal que recordar dónde demonios dejaste la linterna.

También he aprendido que una lisa no tiene nada que ver con una herrera, que cuando sopla el garbí llenas el cubo y que permanecer cerca del mar, sea dentro o fuera, arriba o abajo, resulta una manera casi sencilla de atrapar el tiempo. Pero también he detectado que hay quien disfraza el botellón de playa como una noche de pesca en familia. Vaya, que no me libro de ese mal endémico ni en nuestra cala escondida, nuestro retazo de mar que hasta hace nada disfrutába­mos en privado.

Ayer nos invitó otra vez Ferran, un pequeño maestro de seis años, que ya lanza el sedal tan lejos como su padre. Su caña a medida dio un tirón y sacó un pulpo inmenso. Nos sorprendió que no se acercaran los únicos compañeros de la noche (una decena entre niños y supongo que progenitor­es, tíos y abuelos). Pero cuando ellos clamaron por su primer éxito nosotros sí corrimos a zancadas los diez metros que nos separaban para admirar de cerca su gesta. “¡Mira, mira, una dorada de puta madre!” chillaban riendo hasta que Ferran les corrigió. “Es un roncador pequeño, verás que ruge fuera del agua...”. Pero el niño pescador no pudo ni acabar su frase: ¡Fuera de aquí capullos!, nos expulsaron. Y siguieron vociferand­o, pescando. Y bebiendo.

Para los niños que como Ferran y los míos, llegaron al mundo con el ruido habitual de este alcoholism­o que por fin ya se ha señalado como el problema de salud colosal que es, forma parte de lo cotidiano ver que los adultos hacen lo que les prohíben a ellos. Les restringen el móvil sin ni siquiera despegar un momento la nariz de sus pantallas. Les dicen que no a las selfies, pero luego se enteran de que hay hasta magnates que se matan tomándose una en lo alto de un barranco. Y les advierten de normas y horarios, pero el desgobiern­o confunde las noches y los días de sus mayores. En el colegio y en los casals corrigen los monitores o los maestros. En la playa vigilan los abuelos y salvan los socorrista­s. Y así, con las responsabi­lidades a buen recaudo, los papás pueden colgarse del tostón del gin-tonic que nubla la sobremesa del verano (y del otoño, del invierno...) desde hace demasiado tiempo. España ocupa el puesto 9 en consumo alcohólico entre hombres y el 11 entre mujeres. Lo publicó The Lancet siete días antes del incidente del roncador.

He aprendido que cuando sopla el ‘garbíg llenas el cubo y que hay quien disfraza el botellón de playa de noche de pesca en familia

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