Carismático debut
Todavía resuena su nombre en el Palau de la Música después de su formidable debut allí el pasado mayo con unas Variaciones Diabelli de frescura irresistible.
Los murmullos de algunos asistentes al debut de Igor Levit (n. 1987) en la Schubertiada recordaban aquella cita y a aquel pianista menudo y lleno de fuerza expresiva.
En Vilabertran no defraudó. Levit presentó un programa redondo, con tres piezas de los Lieder ohne Worte de Mendelssohn como entrante donde volvió a demostrar su digitación grácil y personalidad expresiva, su facilidad por crear atmósferas de intimidad hipnóticas y frágiles para luego adentrarse en el universo camaleónico de Mahler.
El Adagio, el primer movimiento de la décima y última sinfonía, el único movimiento que Mahler dejó casi acabado, sonó aquí en la transcripción para piano de Ronald Stevenson.
Una elección de programa original que mostró las virtudes que han ensalzado a Levit como una de las figuras emergentes más interesantes del piano actual.
El carácter introspectivo y experimental de este Adagio se torna más incisivo y elegiaco en su versión pianística, donde Levit remarcó el lirismo con unas dinámicas fluidas pero también cortantes, con un control del pedal y explosiones en los acordes de carácter cinematográfico pero nunca en una exhibición banal de sus facultades.
Tomó riesgos, administró los silencios, una de las armas de las composiciones de Mahler más subyugantes, cortó el fraseo, buceó en una expresividad entrecortada y a veces balbuceante, pero siempre en un lectura comprometida y ensoñadora.
Los momentos casi atonales sonaron orgánicos, los toques de coqueteo expresionista, la respiración de un fraseo a flor de labio…una exploración sonora que dejó la canónica inmersa en el universo mahleriano más trascendente.
La segunda y última parte del recital fue la interpretación de la penúltima sonata de Schubert, la
D959. Obra de grandeza monumental y de riqueza cromática irresistible a la que Levit iluminó con un fino control melódico pero también, de nuevo, con un uso de los silencios muy personal y característico. El inconmensurable Andantino irradió toda la magia del pianista, sonó casi a un
Lieder ohne worte de Mendelssohn, algunos acordes cortantes y telúricos remitieron de nuevo a Mahler, prevaleció en suma, un control fantástico del
rubato que trasladó el público a un limbo musical atemporal. Una maravilla.