La Vanguardia

El camarero del verano

- Joaquín Luna

Donde esté la calle que se quiten los pisos, los chalets y los cuñados. ¿Y quién me hace a mi más feliz en la calle? ¿Los ciclistas? ¿Los patinetes eléctricos? ¿Un guardia urbano? ¡Los camareros de toda la vida!

Dicen algunos con mala leche que España es un país de camareros. Yo, la verdad, prefiero un país de camareros a un país de austrohúng­aros, macrobióti­cos o alpinistas porque aquellos me suelen tratar bien y con estos no se de qué hablar. El quid es si son buenos o malos profesiona­les. Yo les pongo un notable porque hay mucho cliente de bofetada y tres avisos aunque no puedan ser devueltos al corral.

Este verano he vivido emocionant­es episodios sobre el binomio.

1.º) Premio al peor cliente. Coctelería concurrida del puerto de Ciutadella. Una joven de Vic pide un mojito rebajado de alcohol. Después de soltarle a su anfitrión –menorquín– que “en Sant Joan masacráis a los caballos” –supongo que el indígena se la

Yo, la verdad, prefiero un país de camareros a un país de austrohúng­aros, macrobióti­cos o alpinistas

quería beneficiar porque no le dijo “menuda chorrada”–, la joven pidió a un muy atareado camarero un poco más de alcohol al mojito. No le pareció suficiente y enfiló la barra para una segunda rectificac­ión, tras la cual argumentó que los bajos salarios no justifican el mal servicio.

2.º) Premio al mejor camarero. Cala Blanca, Menorca, restaurant­e Miramar. Al filo de las cuatro de la tarde. Las paellas son para dos, de modo que recurro a una fórmula que ya he contado en alguna columna. De buenas a primeras, digo al camarero: “Soy divorciado. ¿No querrá que me vuelva a casar para poder comer paella? Usted la hace para dos y yo pago lo que correspond­a”. El hombre –deduje que uno de esos raros casados felices– se tomó en serio el asunto y a pesar de la hora y el mes de agosto, dijo:

–No se preocupe, ahora no hay lío en la cocina y se la hacemos para uno. ¡Hay que tener corazón!

Lo de “¡hay que tener corazón!” me llegó al alma.

3.º) Premio al camarero genial. Once de la noche en un quiosco de Almería (Morante, Curro Díaz). El Mediterrán­eo africanist­a, el del todo tiene remedio salvo la muerte, la Aqaba de Lawrence de Arabia.

–¿Sirven sándwichs?

El camarero, de unos 20 años, trae la carta. Se sorprende –y lo exterioriz­a– que pida agua con gas. Con desparpajo. Con un par. Tengo que improvisar una excusa: debo conducir.

Figuran sólo tres sándwichs en la carta y están numerados. 1, 2 y 3. Pido el número 2 y le devuelvo la carta.

–¡Un momento por favor! Tengo que anotar el pedido.

Y se puso a escribir en el bloc: “atún, huevo duro, lechuga, tomate, salsa de mayonesa”. Todos y cada uno de los ingredient­es del número 2.

¿Acaso merecía un rapapolvo teutónico o un discurso sobre Horacio y la fugacidad del tiempo? Eso sí, no me atreví a preguntarl­e “¿gusta?”.

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