La Vanguardia

Amarga recompensa

- EL RUNRÚN Joana Bonet

Nada más empezar las vacaciones me robaron. El mismo día en que estrenas un estado de ánimo expansivo e inquebrant­able gracias a la fortuna de regresar al mar de todos los veranos, al deseo cremoso de la arena de Es Calo y de los tomates de huerto de Barbaria. Riquísima me sentía yo con mis dos semanas, todo hojas en blanco, el teléfono debidament­e silenciado, cuando fui a comprar los billetes para el ferry y dejé mi equipaje al resguardo de mi sacrificad­a familia. “¿Dice papá que si tienes tú la bolsa?” me preguntó la niña al instante. Ese ligero temblor de piernas, palparte el cuerpo al acto, buscar donde no hay, perder la cabeza hasta aceptar que ya no tienes lo que tenías. Los ladrones observan sin ser vistos. Son magos haciendo desaparece­r objetos en lugares de tránsito, rateros del descuido. El delito tiene alas en los pies. La pena resignada, en cambio, es de larga digestión.

En mi bolsa llevaba un iPad Pro, las gafas de ver, una cartera, un sombrero comprado en Los Angeles –¿cuándo regresaré yo a Venice Beach?– y un cuaderno de tapas rojas. Yo sí creo en las libretas y en su resistenci­a al tiempo. No escribo cualquier cosa en la primera página. Y además añado mi nombre, el teléfono y una llamada que anticipa el desastre: “si encuentra este cuaderno, llame aquí. Se dará recompensa”. Tras cinco días de melancolía fetichista en los que soñé con él, padeciendo al intentar recordar lo que contenía, me llamaron de una tienda de vinos. Un empleado lo había encontrado en la calle. “¡Qué alegría me da!” le dije, imitando a esas mujeres piadosas y educadas. Gratifiqué su llamada con 50

“Llamo desde una cabina... he encontrado el iPad entre unos matorrales, yo no se lo robé; no tengo trabajo”

euros; debió parecerle poco. Si escribes la palabra recompensa, mójate.

Lo entendí al cabo de una semana: “Llamo desde una cabina, tengo poco crédito… He encontrado el iPad entre unos matorrales. Yo no se lo robé. No tengo trabajo”. Mi hija había activado la búsqueda del cacharro y tiró por lo alto con la recompensa. “Dice que dan un dinero, y un amigo policía me ha dicho que me tiene que dar lo que pone”. Le sugerí que quedásemos en una comisaría para resolverlo. Se negó. Justo estaba leyendo los Siete cuentos morales de Coetzee (Random House) cuando empecé a negociar con mis propios ladrones. Del resto de la bolsa, nada. Me sentí una astronauta y recordé a Ray Donovan y su manera de parecer bueno siendo amoral. Quedamos al cabo de cinco días, ya de regreso a casa. Eran dos; la piel llena de pústulas, los dientes de la calle. Uno llevaba el iPad escondido en el pantalón, el otro la funda con un cartón dentro. Les di la mitad del dinero, sintiendo la extraña sensación de pagar por lo que es tuyo. Secuestros exprés de objetos, hurtos de ida y vuelta, y no sé qué te deja más resaca, si la pérdida o la recuperaci­ón.

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