Blanquear el tráfico de seres humanos
Desde la buena voluntad, un sector de la izquierda y del feminismo vuelve a reclamar un marco legal para la compra-venta de sexo. El argumento, en esencia, viene a ser que, si no podemos prohibirla, habrá que regularla, porque “no hacer nada supone condenar a estas mujeres al limbo”.
De tanto repetirse, este razonamiento puede parecer inapelable: las situaciones de alegalidad perjudican, en efecto, a quienes no tienen medios para defenderse. En ese mundo feliz que dibujan algunas películas y algunas novelas donde las mujeres que se prostituyen son empresarias orgullosas y libres, se podría hasta entender que alguien quiera reconocer derechos laborales a las prostitutas.
Por desgracia, el mapa actualizado de la prostitución muestra un panorama menos idílico en nuestras ciudades. El 90% de las implicadas no pueden ni siquiera ser denominadas prostitutas: al ejercer obligadas por mafiosos sería más acertado hablar de mujeres prostituidas. No hace falta recordar aquí en qué condiciones se desarrolla su cautiverio. Se han publicado ya muchos testimonios. Sabemos que en nuestra propia ciudad, a metros de distancia de donde viven las personas libres, hay zulos en los que mujeres captadas mediante engaño en países pobres malviven en régimen de esclavitud, sometidas a violaciones y malos tratos.
Equiparar la prostitución con el resto de profesiones serviría, por ello, para blanquear la actividad de estos traficantes de seres humanos, que seguirían ejerciendo un poder ilimitado sobre las prostituidas ante la incapacidad del Estado para controlarlos. Prohibirla tal como lo hacen los países nórdicos (las prostitutas no son perseguidas por ley; sólo los compradores de sexo) ayudaría en cambio a combatir esa forma de violencia sin menoscabo del derecho de cada mujer a hacer lo que quiera con su cuerpo.
No hacer nada, en cualquier caso, es mucho más progresista que lanzar el mensaje desde las instituciones de que el cuerpo de una mujer puede comprarse, un concepto ultraliberal que tendría que hacer reflexionar muy seriamente a aquellos políticos de izquierda que defienden la regulación.
Renunciar a legalizar el alquiler de mujeres tiene otras ventajas, ni que sea por defecto: se evita dinamitar las políticas de igualdad; se evita el efecto llamada que puede lanzar al mundo una España con barra libre (espectáculo, cena, copa y mujer sumisa) y se evita liberar al comprador de sexo del complejo de culpa que debería tener todo aquél que participa en una trama de trata.
Pero, además, se renunciaría a consagrar por ley y en sede parlamentaria la idea de que el hombre es tan incapaz de controlar sus instintos que hay que acabar llamando comercio a lo que en realidad es sometimiento. Así que esto también va de la dignidad del hombre.