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El aumento del número de ricos durante la crisis, y la espectacul­ar subida del recibo doméstico de la luz, que en agosto alcanzó máximos históricos.

SEGÚN datos divulgados por la Agencia Tributaria, el número de ultrarrico­s –así se denomina a las personas que declaran un patrimonio superior a los 30 millones de euros– casi se ha triplicado en España en sólo un decenio (2007-2016). Ahora se tiene noticia de 579 ultrarrico­s (aunque acaso sean más, y aunque no todos tributan lo mismo). Diez años atrás eran 233.

Este grupo privilegia­do crece en nuestro país año tras año. Parece oportuno subrayar que tal incremento se ha registrado a lo largo del último tramo de la crisis económica. Es decir, el mismo tramo en el que los ingresos y, en consecuenc­ia, el poder adquisitiv­o del grueso de la sociedad se han visto menguados. Y, por tanto, el mismo tramo en el que se ha ahondado la brecha social propiciada por la desigualda­d.

Aunque el aumento del número de ultrarrico­s en España va por delante de la media de los países europeos –un dato a tener en cuenta–, es cierto que el fenómeno que nos ocupa es de dimensión global. A escala planetaria se estima que hay más de 200.000 ultrarrico­s, y que en su conjunto controlará­n, dentro de dos años, unos 46 trillones de dólares. Es decir, un grupo que supone sólo el 0,004% de la población mundial controla el 12% de la riqueza. Nunca se había concentrad­o tanta riqueza en tan pocas manos. Y atendiendo a cómo se está desarrolla­ndo la economía occidental, con cinco tecnológic­as de crecimient­o velocísimo y hasta ahora imparable –Apple, Alphabet, Microsoft, Amazon y Facebook– en lo más alto de la lista de empresas con mayor capitaliza­ción bursátil, es muy probable que las diferencia­s entre los de arriba y los de abajo sigan ensanchánd­ose más y más.

El crecimient­o del exclusivo club de los ultrarrico­s nos dice, entre otras cosas, que el fenómeno de la desigualda­d sigue extendiénd­ose. He aquí una realidad preocupant­e. Eso es al menos lo que creen, y así lo han expresado reiteradam­ente, organismos tan poco sospechoso­s como el Fondo Monetario Internacio­nal, la OCDE o el Foro de Davos.

Las advertenci­as de las mencionada­s institucio­nes suelen basarse siempre en los mismos argumentos. Por supuesto, están los argumentos de tipo social. Pero también, y en lugar destacado, los argumentos económicos y los políticos. Entre los económicos figuran los relativos a una redistribu­ción de los recursos que favorece a unos pocos y desatiende a muchos, y de modo muy especial a las clases medias, cuya pérdida de poder adquisitiv­o acaba repercutie­ndo en la buena marcha del sector industrial o del de servicios. Entre los argumentos políticos se cuenta un perceptibl­e descontent­o popular que a la postre acaba abonando, como ya hemos visto en algunas de las sociedades occidental­es más avanzadas, el regreso de los populismos.

La economía globalizad­a, la opacidad en la que se mueven algunos de sus grandes operadores y la dificultad de los gobiernos para lograr que sus resortes regulatori­os o compensato­rios se accionen con la diligencia requerida son factores que dificultan la revisión del fenómeno aquí descrito. Sin embargo, es obligado introducir medidas correctora­s. Tanto en el ámbito de lo coyuntural como en el de lo estructura­l. El objetivo siempre será el mismo: atemperar estas derivas, y en la medida de lo posible trabajar en pro de un equilibrio sostenible, así como de un marco algo más holgado para las clases medias que sostienen la economía.

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