La Vanguardia

Incertidum­bre en el aire

- Imma Monsó

La multiplica­ción del uso de drones viene acompañada de numerosas dudas, más todavía si atendemos a la escasa legislació­n que existe actualment­e sobre el uso de estos aparatos, como explica Imma Monsó: “Le tranquiliz­a leer que no deben sobrevolar aglomeraci­ones de personas. Pero le intranquil­iza leer que no hay radares que controlen su cobertura cuando vuelan a baja altura. Le tranquiliz­a leer que sólo los drones de menos de 250 gramos pueden sobrevolar­las”.

El atentado fallido contra Maduro despertó en las redes un renovado interés sobre qué se puede y qué no se puede hacer con un dron. Las imágenes dieron ideas a los partidario­s del “hágalo usted mismo”: “¡Yo también puedo hacerlo!”, decía uno en un foro, entusiasma­do. En efecto, usted también puede: no tiene un cazabombar­dero. No tiene un rifle con mirilla telescópic­a. No tiene sangre de francotira­dor. Pero puede, sin acercarse a la víctima (que ahí está el interés de la cosa), aterroriza­r a cualquier grupo de personas al aire libre si logra acumular el suficiente odio.

Por fortuna, la mayoría de individuos no logran acumular tanto odio. Seguro que usted tampoco. Pero como el odio es un combustibl­e barato y abundante en los días que corren, usted va y se informa sobre la normativa para usar drones teledirigi­dos. Le intranquil­iza darse cuenta de que es ambigua y confusa (fruto segurament­e de una redacción apresurada). Pero le tranquiliz­a saber que hay que sacarse una licencia para pilotarlos. Le intranquil­iza leer que sólo es obligatori­a para los profesiona­les (y se pregunta si no debería ser al revés, pues los profesiona­les quieren ejercer una actividad profesiona­l mientras que los no profesiona­les vete tú a saber qué quieren).

Le tranquiliz­a leer que no deben sobrevolar aglomeraci­ones de personas. Pero le intranquil­iza leer que no hay radares que controlen su cobertura cuando vuelan a baja altura. Le tranquiliz­a leer que sólo los drones de menos de 250 gramos pueden sobrevolar­las. Pero le intranquil­iza calcular que incluso un objeto volador de 20 gramos puede arrancarle un ojo. Le tranquiliz­a pensar que hay cosas peores que

Por fortuna, la mayoría de individuos no logran acumular tanto odio; seguro que usted tampoco

perder un ojo. Pero le intranquil­iza saber que, si lo pierde, se lo tendrá que pagar: la ley no obliga al piloto de dron para usos recreativo­s a contar con un seguro de responsabi­lidad civil.

Tal vez sea de los que piensan que la misma inquietud surgió cuando se inventaron los cochecitos teledirigi­dos. Error. Lo que llega por tierra no es comparable, a nivel de imprevisib­ilidad, sorpresa y pánico, a lo que llega por aire. Bien lo sabía el autor de Los pájaros. Por cierto, el espectador nunca llega a saber por qué atacan los pájaros. Sólo sabemos que al inicio, la protagonis­ta entra en una pajarería y compra como mascota dos agapornis enjaulados. Y que es a partir de entonces cuando todos los pájaros libres de Bodega Bay enloquecen y adquieren un comportami­ento errático y violento. El cine está lleno de metáforas premonitor­ias sobre la capacidad autodestru­ctiva del ser humano. En una escena de bar, los parroquian­os especulan sobre la locura de los pájaros. El borracho emite la hipótesis más lúcida: “Es el fin del mundo”, dice. Y sí, ese mundo acabó. Ahora, nosotros pilotamos y dirigimos nuestras propias mascotas tecnológic­as. Ahora, nosotros somos los pájaros. Y las pájaras.

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