Chema Conesa
El Palau Robert reúne en una exposición el trabajo de varias generaciones de fotoperiodistas españoles bajo el título ‘Creadores de conciencia’
FOTÓGRAFO
Bajo el título Creadores de conciencia, el fotógrafo Chema Conesa reúne en el Palau Robert el trabajo de cuarenta fotoperiodistas españoles que se han acercado a los conflictos del mundo arriesgando en muchos casos sus vidas.
Puede una imagen crear conciencia?” La pregunta la lanza el fotógrafo Chema Conesa y él mismo ofrece la respuesta: “La fotografía puede crear conciencia a su pesar, porque no depende de la voluntad de quien la hace, sino de quien la observa”. Conesa justifica así la elección del título de la exposición, Creadores de conciencia, que hasta el 10 de febrero reúne en el Palau
Robert el extraordinario trabajo de cuarenta fotoperiodistas españoles que, desde diferentes sensibilidades y motivaciones, no dudan en acercarse a la realidad hasta extremos a veces insoportables posibilitando así que los demás podamos ponernos en la piel del otro.
Creadores de conciencia, producida por la compañía de seguros DKV, tiene también algo de homenaje a un oficio valioso que fija la memoria del presente para futuras generaciones y que hoy atraviesa uno de sus momentos más difíciles debido a la situación de los medios y a la pésima o nula remuneración de los fotógrafos. Pese a ello, señala Conesa, “siguen apareciendo jóvenes que viajan a las zonas en conflicto sin encargo, pagándoselo de sus bolsillos y poniendo en riesgo sus vidas hasta niveles que no aceptaríamos la mayoría de nosotros”.
“¿Qué clase de pasión es esa? ¿Cómo te enfrentas a una guerra?”, interroga a los fotógrafos presentes en la sala. Sandra Balsells, que en los noventa documentó en los Balcanes las sucesivas guerras de Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia y Kosovo, responde que en su caso siempre pesan más las motivaciones personales que las profesionales. “Fui a los Balcanes porque me interesaba vivir aquella situación. Esta profesión te permite unas vivencias que de otra forma sería imposible: pertenecer a un mundo que no es el tuyo y sentirte aceptado por gente muy generosa”. Y Samuel Aranda, que en el 2011 ganó el World Press Photo, con una imagen de las revueltas de Yemen publicada en The New York Times (una mujer cubierta con un niqab consolando a su hijo herido) dice que la gran recompensa de aquella foto que dio la vuelta al mundo es la relación de amistad que mantiene con sus protagonistas Fátima y Said.
Porque los lazos, aunque eso ya no trasciendan, suelen extenderse más allá del momento del clic. Kim Manresa, fotógrafo de La Vanguardia también presente en la exposición, se hizo cargo de la educación de Kadi, la niña de Burkina Faso que fotografió cuando era sometida al ritual de la ablación del clítoris. Fernando Moleres, que en el 2010 viajó a Sierra Leona para documentar la situación de los niños encarcelados en prisiones de adultos, acabó creando un programa de ayuda a menores en conflicto que hoy se encarga también de la escuela de la prisión de menores y de la reunificación familiar una vez salen a la calle. O el caso de Ricky Dávila, actual director del centro de Fotografía Contemporánea de Bilbao, que a raíz de un reportaje adoptó a uno de los niños afectados por la radioactividad de Chernóbil que a comienzos de los noventa habían sido trasladados al hospital de Tarará, en Cuba.
Ricardo García Vilanova, que en el 2013 fue secuestrado a manos del Estado Islámico cuando trataba de salir de Siria, señala que desde el momento en que eliges ser transmisor de historias has de asumir el riesgo de una profesión que “te pone en contacto con lo mejor y lo peor del ser humano cuando se encuentra en situaciones extremas , cuando se rompen los códigos de conducta y lo que está en juego es la vida”. Pero los riesgos no son sólo físicos, apunta Conesa, “y el reporterismo desgasta en su función. Pocos son los que se dedican a él más de ocho años”.
Uno de los más veteranos de la muestra, Gervasio Sánchez, advertía hace un tiempo que la presencia del fotógrafo a veces provocaba involuntariamente algún desastre. Él mismo vio como unos niños de la guerra cometían un asesinato solo para que él los retratara con su cámara. Hechos así desataron un debate en la profesión que, apunta Conesa, concluyó con la toma de conciencia de que “la presencia de fotógrafos en las zonas de conflicto evita más muertes que las que eventualmente podría provocar”.
“La fotografía puede crear conciencia a su pesar, porque no depende de la voluntad de quien la hace, sino de quien la observa”