Un año después de las leyes de ruptura
SE cumple ahora un año de dos sesiones del Parlament de Catalunya que marcaron un antes y un después en el proceso soberanista. El 6 y el 7 de septiembre del 2017, la Cámara catalana aprobó dos leyes, la del referéndum y la de transitoriedad jurídica. Con ellas debía facilitarse el paso de la legalidad española a la de una Catalunya independiente. Hoy sabemos que el intento fue vano y que, además, tuvo costes elevados. Porque violentó los procedimientos democráticos, desoyó las advertencias de tribunales y letrados, ninguneó a la oposición, abonó la división de la sociedad catalana, propició la aplicación del 155 que suspendió la autonomía, y llevó a la cárcel o al extranjero a los miembros del Govern que lo avalaron.
Que aquellos dos días resultaron aciagos para los catalanes fue evidente desde el principio para quienes piensan que la ley no es un corsé, sino una garantía de libertad. Pero, poco a poco, también ha ganado terreno en el mundo independentista menos exaltado –y no por ello menos convencido– la idea de que aquella intentona de ruptura fue un error. Así cabe inferirlo, por ejemplo, de la ausencia del 6-S y el 7-S en el denso calendario de conmemoraciones –11-S, 1-O, 3-O, 27-O...– con el que el soberanismo aspira a mantener este otoño la movilización de los suyos, alargándola hasta la sentencia de los políticos presos. Y así se infiere también de hechos posteriores que están trasladando el desacuerdo y la polarización, manifiestos desde tiempo atrás en la sociedad catalana, al independentismo.
La lección de aquellas jornadas debería estar muy clara para todos, más allá de cuales sean las preferencias políticas de cada uno: no se pueden hacer las cosas mal. Es decir, justificando atropellos legales con la invocación de mayorías insuficientes y, luego, sometiendo al país a un estrés que nubla su presente y su futuro.
Por desgracia, hay indicios de que muchos no han aprendido todavía esa lección. Es cierto que no están anunciados, a corto plazo, nuevos planes de ruptura legal. Pero la tentación unilateral, la de la desobediencia y la del desacato perviven. El propio president Torra, días antes de su conferencia de apertura del nuevo curso político, dijo que optaría por la ruptura y el desacato, aunque a la hora de la verdad, el martes en el TNC, atemperara su mensaje. Fue precisamente por ello que, de inmediato, los más radicales le pusieron de vuelta y media en las redes. Como en días previos habían puesto en la picota y acusado de traidores y señalado como justiciables a líderes principales de ERC, por el mero hecho de haber pedido alguna consideración para quienes no piensan como ellos. O por haber llamado la atención del mundo independentista sobre la necesidad de parar, recapacitar y no volver a emprender aventuras de resultado previsible y lamentable hasta que las bases soberanistas no sean suficientes.
Se impone, en definitiva, un ejercicio de realismo en la arena política catalana. El clima de agitación constante puede servir para mantener en ascuas a parte de los seguidores. Pero la vía de la desobediencia, el desacato y la ilegalidad no lleva lejos. Hay más: no es verdad que esa mitad de la sociedad catalana que el independentismo proclama como suya, sin matices, comulgue por igual con las propuestas más extremas. Al contrario: cada día crece el número de voces soberanistas que contemplan con prevención los desafueros, y que ven precisamente en las sesiones del 6 y el 7 de septiembre del 2017 el ejemplo de lo que no debe repetirse.