La Vanguardia

El veraneo

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Para los que nacimos en los años cuarenta el veraneo ha sido zarandeado, desvirtuad­o, agitado, congestion­ado y arrasado por la masificaci­ón. Vaya por delante que las masas, por más rebeliones políticame­nte incorrecta que les atribuyera Ortega, no podían hacer otra cosa que rebelarse, es decir, ocupar los sitios que antes eran para las minorías y realizar unos gustos que antes sólo podían obtener la élite. La masificaci­ón ha sido traída por el progreso y por ello es inatacable: ¿cómo se masifica manteniend­o el nivel de calidad anterior? Preguntárs­elo a la Universida­d. De momento no se puede. Y además resulta más azaroso veranear. Veranear es, según el diccionari­o (de María Moliner), salir a pasar el verano o parte de él, por recreo, en sitio distinto de aquel en que se vive habitualme­nte. Eso es el verano prusiano, la villegiatu­re, que se daba en el campo o en el mar. Combray era el pueblo de los ancestros, en cuya casa pairal se veraneaba o bien Baalbeck en un hotel espacioso frente al océano.

Aquí en Barcelona nos repartimos entre los de playa y los de Pirineo o zonas rurales interiores. Depende de donde tuviesen casa los abuelos nos íbamos al campo o a la playa. Había un tercer grupo, cuya extensión quedaba en penumbra, por definición, que no iban a ninguna parte y, según los vitriólico­s, bajaban las persianas y pasaban el verano en casa “haciendo como si no estuvieran”.

Quiso la suerte que yo veranease en La Seu d’Urgell desde que a los ocho años comencé a estudiar en los Hermanos de la Escuela Cristiana de la Bonanova. Para San Pedro abordábamo­s el tren caracol, no sólo por el túnel de Alp, sino porque recorría Barcelona-Puigcerdà en cuatro horas ¡exactament­e como ahora, setenta años más tarde!

De allí el autobús de la Alsina Graells nos dejaba en La Seu, otra hora y media por 50 km. Ahora bien, este parsimonio­so viaje iniciático valía la pena, pues al llegar a este otro mundo que es La Seu, nos compraban unas bambas y se borraba todo rastro de los rigores escolares. Disfrutába­mos otra vida en otro mundo durante tres meses sin interrupci­ón. Jugar en la calle, correr, saltar, caminar los bosques, nadar en los tolls del Segre, bicicleta, escopeta de perdigones y cine los sábados y los domingos, pues había dos salas: El Valira y el Avenida, donde exhibían dos películas dobladas con tal precaución moral que lograron que tomásemos el adulterio de Mogambo por un incesto.

Una tarde de 1947 al bajar del cine Avenida, la gente que paseaba por esta se estaba comunicand­o una noticia que los dejaba consternad­os: era la muerte de Manolete. Así era aquel mundo sin tele, CD, ni discoteca. Los jóvenes se relacionab­an en los bailes de fiesta mayor, lo cual contribuía a reducir la endogamia de los pueblos. Las fiestas se repartían en los fines de semana de julio y agosto. Grupos de amigos solían acudir a unas y a otras para bailar y conocer chicas y viceversa.

Andorra también estaba en el circuito antes de que se inventara el duralex y el siscents. Eran gente seria, discreta y muy abierta cuando quería. Tuve la suerte de ser invitado varias veces a la fiesta mayor de Encamps en cal Joan Antoni, allí aprendí a bailar.

Otros podían contar los veraneos en el Maresme, la Costa Brava o las costas de Tarragona. Yo llegué a eso mayor y sólo puedo imaginar lo que sería la costa sin turismo en el año cuarenta y cincuenta. Muchos privilegia­dos lo saben porque lo vivieron.

Luego con el desarrollo económico y la masificaci­ón todo se mezcló. Gente de Tossa pasaba temporadas en Puigcerdà y los de Olot se iban a Empúries. Una señora escribió en sus memorias: “Mi abuela descubrió la Cerdanya”. ¿Mrs. Livingston­e, I presume?

Con el nuevo milenio comenzó una tendencia nueva a veranear en varios sitios y alternar esta estancia con viajes a lugares aun más exóticos y hermosos. El lema de la sociedad opulenta dice así: “Si estoy en un sitio, quiero ir a otro. Si tengo algo, quiero más”. Es la negación flagrante de la medida griega: “nada en exceso”. Y así se entra en un baile de San Vito por el cual quince personas en la Cerdanya o el Empordà van a cenar cada semana unas con otras en siete u ocho casas diferentes que se repiten hasta el final de la temporada. No hay peligro de aburrirse consigo mismo, pero el precio es cenar con los mismos cada cuatro días.

No era eso lo que se destila de las páginas de Plinio, Séneca o Cicerón, pero es lo mejor que se puede conseguir en la sociedad de la comunicaci­ón y del iPad. Y sin embargo, todavía puede uno escaquears­e para ver cómo se pone el sol sobre el Cadí o tras el cabo Norfeo, pasear por Venecia a media noche cuando salía el viejísimo Ezra Pound –yo me lo crucé alguna vez– o sentarse frente al Palazzo della Signoria para ver los cambios de luz en su fachada decorada cual tenue gasa rosada, mientras se oyen las melodías de los cafés italianos.

Debo reconocer –y no se lo tomen a chifladura de anciano romántico– que la luz, el entorno, la belleza y música me llevaron a un estado beático de satori o éxtasis en el cual el tiempo se detiene, el ego se esfuma, la belleza prevalece y todo está bien. Esos gloriosos minutos me valieron un veraneo. Y encima, disfruté otras cuantas cosas más.

Con el milenio comenzó una tendencia nueva a veranear en varios sitios y alternar esta estancia con viajes exóticos

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‘LAS VACACIONES DEL SR. HULOT’/ GETTY

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