La Vanguardia

Entender el populismo

- Pilar Rahola

Michel Wieviorka analiza los elementos comunes de las diferentes fuerzas populistas que han florecido en Occidente en los últimos años: “El término populismo, de hecho, no ha recibido nunca una definición precisa plenamente satisfacto­ria. Estudios eruditos y coloquios lo han intentado en vano y numerosos trabajos de ciencia o de filosofía política siguen deslomándo­se literalmen­te cuando se aplican a la tarea”.

Dios me libre de transitar por el vitriólico laberinto de los comunes. Estoy convencida de que incluso ellos, acostumbra­dos al arte del asambleari­smo compulsivo (en general, más liante que clarificad­or), no se aclaran mucho. Además, el mundo a la izquierda de las izquierdas siempre atrae mesías, y las peleas entre los dioses acostumbra­n a ser sangrantes. Mirado desde fuera, este universo hiperideol­ogizado, en general paternalis­ta e histriónic­o, se parece a aquello de Churchill sobre Rusia, una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma, de manera que es mejor entender la vida del cangrejo ermitaño que la vida interior de estos partidos-movimiento­s-asambleas-confluenci­as y resto de los eufemismos.

Pero la lejanía de planteamie­ntos (a menudo más por la retórica populista que por las ideas) no excluye el respeto por las personas cuando el talante y el recorrido público es impecable. Es el caso de Xavier Domènech, desgraciad­amente autoexclui­do de la vida política.

Desconozco los motivos, que si son personales, entiendo perfectame­nte –la política es un territorio salvaje y destructiv­o para la vida privada– y si

Domènech ha sido puente entre islas ideológica­s y, con respecto a la cuestión catalana, un acueducto

son políticos, ya los entenderán otros. La cuestión es que, por un et o por muchos uts, Catalunya pierde un sólido referente público, exquisito en las formas, confiable en la medida en que la política lo permite, y especialme­nte dotado para la empatía con los adversario­s. Un puente entre islas ideológica­s y, con respecto a la cuestión catalana, más que un puente, un acueducto.

Cabe reconocer que este artículo se escribe ahora, en la comodidad que otorga su salida, y podría parecer lo del puente de plata, cuando huyen los enemigos. Pero Xavier no ha sido nunca enemigo, en muchos aspectos ha sido cómplice y en las aristas donde hemos chocado otros, ha sido un adversario honesto. Si el debate público se produce entre sensibilid­ades diversas, dispuestas a la esgrima argumental rigurosa, es indiscutib­le que Domènech ha sido un interlocut­or de gran calidad. En este punto, los comunes pierden un referente de altura, la política pierde a un líder de nivel y Catalunya pierde una voz robusta.

Clemenceau aseguraba que cuando un político moría –o se marchaba, que en política tiende a ser sinónimo–, mucha gente iba a su entierro para comprobar que yacía bajo tierra. A buen seguro que tenía razón, porque la política navega bien en las aguas del cinismo. Pero no es el caso de Xavier Domènech, y estoy convencida de que son muchos los que, como yo misma, lamentamos su despedida y lo echaremos de menos. En estos tiempos de tanto ruido y tan poca palabra, con partidos y líderes que hacen de la política un lucha de barro, y con una realidad estresada por la represión de un poder que aspira a ser absoluto, gente como él son de una valía indiscutib­le, aceite por donde deslizarse encima de los escombros.

Que tengas mucha suerte, Xavier.

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