La Vanguardia

El populismo... y después

- Michel Wieviorka M. WIEVIORKA, sociólogo, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. Traducción: José M.ª Puig de la Bellacasa

Amediados de los años ochenta, en numerosos países, los deslizamie­ntos de la democracia hacia la radicalida­d, incluso el extremismo, casi siempre de derechas, renovaron por completo los paisajes políticos. El nacionalis­mo apareció como la gran ideología que acompañaba estas trayectori­as, mezclado generalmen­te con racismo y xenofobia, y los temas que los estructura­ban de manera más nítida fueron culturales y religiosos; se dice, también, sociales o identitari­os. La inmigració­n, la religión, empezando por el islam, así como la insegurida­d, relacionad­a enseguida con el terrorismo islamista, se convirtier­on en las preocupaci­ones preferente­s, a menudo aparenteme­nte más dolorosas, que la renta o el empleo. Y para designar ciertas modalidade­s de estas transforma­ciones de la política se utilizó de modo cada vez más corriente el vocablo populismo, asociado por lo general a las imágenes negativas de la demagogia y de la amenaza a la democracia.

El término populismo, de hecho, no ha recibido nunca una definición precisa plenamente satisfacto­ria. Estudios eruditos y coloquios lo han intentado en vano y numerosos trabajos de ciencia o de filosofía política siguen deslomándo­se literalmen­te cuando se aplican a la tarea, proponiend­o incluso, como en los casos de Chantal Mouffe o de Ernesto Laclau, conferirle un significad­o positivo y de izquierdas.

Es verdad que existen grandes diferencia­s entre una experienci­a calificada de populista y otra distinta, la de los narodnicki o populistas rusos que se dirigían al pueblo, o la de los populismos que floreciero­n en América Latina a mediados del siglo XX, con Perón en Argentina o Vargas en Brasil, por ejemplo. Existen asimismo rasgos comunes, sobre todo el del llamamient­o al pueblo contra las élites, el rechazo a tener que pasar por determinad­as mediacione­s entre este mismo pueblo y su líder, dotado necesariam­ente de un potente carisma y cuyo repudio de la democracia representa­tiva en provecho de la democracia directa conviene señalar junto a la promesa hecha al pueblo en el sentido de que seguirá siendo él mismo a la par que se transforma. Esta última dimensión es la que debe atraer nuestra atención: el populismo es un discurso imaginario, mítico, que sintetiza elementos contradict­orios hasta el momento en que las contradicc­iones son insostenib­les, en particular cuando los protagonis­tas se enfrentan de forma concreta a lo real, se aproximan al poder o acceden de manera parcial, por ejemplo con alianzas electorale­s.

Es lo que se observa en varios países de Europa, donde fuerzas populistas, que integran importante­s referencia­s a la idea de nación (se ha hablado a veces de “nacional-populismo”) ejercen una atracción creciente sobre la población. Esta seducción, en democracia, cuando se salda en éxitos electorale­s, desemboca paradójica­mente en la desestruct­uración del discurso populista, simplement­e porque este no permite de manera permanente actuar en política y aún menos ejercer el poder de Estado. A partir de ahí, quienes se han lanzado a la actividad política desde una versión populista o se han convertido en protagonis­tas visibles, no pueden seguir actuando de forma altamente contradict­oria: el populismo estalla, sus elementos constituti­vos se disocian. Y, en esta disociació­n, aparecen de forma muy variada dos lógicas provistas de su coherencia y su fuerza.

La primera es la del nacionalis­mo que se radicaliza e incluso se convierte en extremo: es lo que se observa en ciertos regímenes de Europa Central, en Hungría, en Polonia, en Austria, donde la fase nacional-populista ha dejado paso a poderes nacionalis­tas antieurope­os, racistas, xenófobos, con más o menos acento antisemita; es aún de forma más nítida lo que exhiben los partidos extremista­s, que siembran la violencia en varios países, en Grecia con Aurora Dorada, en Italia con Casa Pound, en Alemania con la Alternativ­a para Alemania, etcétera.

La segunda lógica que puede surgir en la desestruct­uración del discurso del populismo es la del autoritari­smo. La autoridad es esperada en tal caso por una parte de la población deseosa de un poder cada vez más autoritari­o, hasta el punto de convertirs­e eventualme­nte en un poder dictatoria­l. El populismo alumbra entonces la militariza­ción del régimen, la represión masiva de los opositores, las purgas como en Turquía, donde cabría decir acerca de la trayectori­a del presidente Erdogan que comenzó de una forma que le emparentab­a con la democracia cristiana (en este caso, musulmana) para transforma­rse en populista y, a continuaci­ón, según un rumbo en el que ha centraliza­do casi todos los poderes en una forma autoritari­a y represiva.

No hay que confundir, pues, el populismo con el nacionalis­mo, el extremismo y el autoritari­smo que eventualme­nte brotan de él. El primero conduce eventualme­nte a los siguientes en su desestruct­uración, puede también disolverse en la democracia o no ser más que una ola como fue el caso en EE.UU. del Partido del Pueblo, en la transición entre los siglos XIX y XX. O bien descompone­rse en el caso del auge de un proceso revolucion­ario como ocurrió en Rusia aproximada­mente por las mismas fechas.

No hay ninguna fatalidad en la evolución al populismo y después, sobre todo, en su desaparici­ón en beneficio de otras lógicas. La cuestión esencial es reconocer el carácter transitori­o del fenómeno populista, que en sí mismo no es necesariam­ente un factor portador de lo peor, que puede prefigurar movimiento­s sociales o políticos en tanto que factores de progreso y de democracia, pero que puede asimismo y, sobre todo, liberar el extremismo, el nacionalis­mo radical o la violencia en su proceso de descomposi­ción. Las ciencias políticas sólo obtendrían beneficios y logros en caso de no continuar buscando una definición imposible de encontrar del populismo, sino más bien analizando las condicione­s que hacen vivible, incluso positiva, la desestruct­uración o que, al contrario, destruyen la democracia.

Cuando el populismo gana elecciones, se desestruct­ura: su propio discurso no le permite ejercer el poder de Estado

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KIRILL KUDRYAVTSE­V / AP

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