Catalunya, verano de 1938
En septiembre de 1937, el ejército republicano llamó a filas a la quinta del 38. En octubre del mismo año fue movilizada la del 39; en marzo de 1938, la del 40 –la quinta del biberón–; y, un mes después, la del 41 –jóvenes de 17 y 18 años–. A comienzos de 1938 se procedió a una gran reorganización del ejército popular. Todo con vistas a acometer una gran operación en la que, tras atravesar el río Ebro de noche, las tropas republicanas acometerían al cuerpo de ejército marroquí al mando del general Yagüe y se dirigirían, tras dividirse, unas a Pobla de Massaluca y Vilalba dels Arcs, y otras a Corbera d’Ebre y Gandesa. La operación comenzó a primera hora del 25 de julio y sorprendió al enemigo. El éxito inicial fue claro. La batalla del Ebro había comenzado. La Fatarella, Camposines y Miravet quedaron ligadas a ella para siempre. Cuando terminó, en noviembre, todo estaba decidido.
Aquel verano, pasaron otras cosas en Catalunya. Mientras en el Ebro se libraba la batalla más dura de la Guerra Civil, el 11 de agosto estalló una crisis en el seno del Gobierno republicano, que provocó la dimisión de Jaume Ayguadé, ministro de Trabajo –de ERC–, en protesta por la decisión del gobierno de recuperar el control sobre las industrias de guerra de Cataluña, lo que, según su criterio, invadía las competencias de la Generalitat. Manuel de Irujo, ministro sin cartera –del PNV–, se solidarizó con Ayguadé. El día 16, el presidente del Gobierno resolvió la crisis. Su valoración es polémica. Todo había comenzado un año antes, cuando Juan Negrín tomo posesión de la presidencia del Gobierno. El 31 de mayo de 1937 visitó al presidente de la República –Manuel Azaña– para presentarle el nuevo Gobierno. Y el mismo Azaña cuenta –en su anotación correspondiente a dicho día en el Cuaderno de la Pobleta– como, pese a ser un momento crítico de la Guerra Civil (desmoronamiento del frente del norte)– dio a ese gobierno, sorprendentemente, una única y explícita consigna: que el Estado debía recuperar los poderes que al Estado reservaban la Constitución y las leyes en Catalunya y poner coto a los excesos y desmanes manifiestos de los órganos autonómicos. Azaña se queja de “las muchas y muy enormes y escandalosas que (han) sido las pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de chantajismo que la política catalana de estos meses ha dado frente al gobierno de la República”. Eduardo García de Enterría destaca como Azaña, que había sido el autor casi a título personal del régimen autonómico de Catalunya, se encontró luego con que las autoridades autonómicas catalanas utilizaron la tragedia de la Guerra Civil para sobrepasar los límites constitucionales y legales en virtud de los cuales estaban gobernando, para desconocer abiertamente las funciones y competencias del Estado y para operar como un Estado independiente. Ese espectacular cambio en la opinión de Azaña sobre la autonomía catalana, en sentido crítico y de censura, es fácil rastrearlo en sus Diarios, en especial en el Cuaderno de la Pobleta (de 22 de mayo a 24 de diciembre de 1937), y en las notas de Pedralbes (22 de abril a 24 de diciembre de 1938). Ahora bien, esta recuperación de los poderes del Estado en Catalunya llevada a cabo por el gobierno Negrín provocó la aparición de un sentimiento catalán de persecución y de atropello de su autonomía, que le manifestó a Azaña uno de sus mejores amigos catalanes, Carles Pi-Sunyer, alcalde de Barcelona primero y conseller de la Generalitat después. Pero la fractura era ya insalvable. Azaña llegó a decir lo siguiente: “Pero si llegase el caso, después de cuanto ha ocurrido en Barcelona, la institución (de la Generalitat) sería difícilmente salvable”.
Pese a su puntual coincidencia en esta cuestión, Azaña y Negrín no afrontaban el tramo final de la guerra con idéntica actitud. Mientras Negrín era firme defensor de una resistencia a ultranza, que permitiese subsumir la contienda española en la guerra general europea que ya se avizoraba, Azaña era partidario de cortar cuanto antes la sangría buscando un acuerdo –ya imposible– con el adversario. A este espíritu responde el discurso pronunciado por Azaña, con voz pausada y lejos de la exaltación política, a media tarde del día 18 de julio de 1938, en el Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona, al cumplirse el segundo aniversario del inicio de la guerra. De su contenido, sigue vivo un párrafo mil veces repetido que parece tener hoy una especial vigencia: “Cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído magníficamente por una ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón”.
Azaña se encontró con que las autoridades catalanas utilizaron la Guerra Civil para sobrepasar los límites constitucionales