La Vanguardia

El derecho a la paz

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Siempre me ha encantado el vuelo de las aves de rapiña sobre la meseta castellana. Uno va en coche y las ve flotando sobre el paisaje. Entretiene­n la mirada, en un horizonte de tantas monotonías. Bajo la hipnosis de estas llanuras y de estos cielos, es natural que los castellano­s sean, en general, gente de místicos claustros mentales. Así llegamos a Salamanca, en uno de los viajes familiares de este verano.

En la plaza Mayor, nos llevamos la gran sorpresa: Francisco Franco, caudillo de España, se ha ido. Me explico: su efigie campaba en uno de los medallones que ornan la célebre plaza salmantina, entre hileras de reyes y prohombres. En ese rincón franquista, se jugaba una interminab­le partida de tenis de mesa entre las dos Españas: una ensuciaba el perfil del Generalísi­mo, tirándole botes de tinta, embistiénd­olo con suciedades, la otra lo limpiaba con esmero. La última vez que estuvimos habían puesto un cristal de joyería para proteger el medallón. Y ahora, de repente, el dictador se ha evaporado. Comprobé en internet que la eficaz escoba ha sido la ley de Memoria Histórica.

Salamanca es una nube dorada. En las ventanas y en los balcones, nada de la inflamació­n de banderas españolas que nos encontramo­s en Madrid el pasado mes de marzo. Todo mucho más tranquilo. Y lo mismo pasa en León. Parece haber un desajuste entre el nerviosism­o de la capital, esa vibración que recorre la ciudad desde las bocas de metro hasta los despachos de los últimos pisos de los rascacielo­s, pasando por el vigor amable de los camareros y el vuelo de paloma de los manteros. Entro en la catedral leonesa, la de las alucinadas vidrieras, y también el crucigrama etéreo de colores que recorre las naves me habla de serenidad.

Sí, es cierto. Una España que ha desenterra­do estos últimos años su viejo esqueleto de conflictos históricos también ha descubiert­o que, en el fondo, desea la paz. Algo que confirmo en Asturias: la retórica de banderas nacionales es muy discreta. Los asturianos, además, han creado una manera muy suya de ser españoles. Son espontáneo­s, realmente lo son, no tienen esa naturalida­d madrileña que siempre es algo teatral: de personaje de comedia del siglo de oro. Además, lidian con el dinero de una forma única, volteándol­o con vigor en el aire de la vida económica. Los cielos cambiantes, que siempre son una sorpresa, los hacen ser mentalment­e inquietos. Tienen esa curiosidad aguda propia de la Ilustració­n.

Sí, un silencioso deseo de paz recorre muchos de los escenarios españoles. Y yo me pregunto si la gente sabe que son necesarias varias generacion­es, por lo menos cuatro, para reciclar una nación de muchas guerras, y una de ellas aún cercana, en un sistema de concordias. Hablo desde la experienci­a portuguesa: entre 1851 y 1974 una cuna de conquistad­ores y traficante­s de esclavos se transformó en la mullida patria de todos los musgos que somos hoy en día. Más de 120 años tardamos en apaciguar el país. Porque la hierba dañina del conflicto como modo de vida, como identidad mental, es muy difícil de arrancar. Este pacifismo es hoy uno de nuestros mayores patrimonio­s y algo que impresiona a quien nos visita. En el índice global de la paz, Portugal es el cuarto país más tranquilo del mundo, por detrás de Islandia, Nueva Zelanda y Austria. Esto se logró con el trabajo continuado de varias generacion­es. Son los dos proyectos de largo recorrido que fuimos capaces de llevar a cabo: este y el de los viajes y descubrimi­entos marítimos. En lo demás, somos mayoritari­amente, como tantos pueblos, una colección de manías y defectos que no cesan.

¿Saben los políticos en España y Catalunya que el gran reto de los próximos años será la paz y la concordia? Ya regresado a casa, los veo por televisión volviendo a su trabajo y algunos de ellos recuerdan a pugilistas encaminánd­ose al cuadriláte­ro antes del combate. Se creen jaleados por la muchedumbr­e y yo diría que, en muchas partes, lo que hay es silencio. Existen, de hecho, políticos que se han cebado con los conflictos que se viven como un perro con su hueso. Un poco más, y ya estaremos en ese mundo de pinceladas dramáticas de las pinturas negras de Goya. ¿Sabrán que lo que están haciendo es cumplir con una lógica hereditari­a de tristes atavismos y no verdaderam­ente creando futuro?

Existe en el escenario español y catalán el nudo gordiano de hombres públicos que están en la cárcel. Se trata de una herida muy importante, de algo difícil de desatar. Pero uno ve también muchos hilos de los cuales se puede tirar para crear un nuevo tapiz hispánico. A las jóvenes generacion­es, que no recuerdan ya las viejas guerras que se mueven en sus nuevos combates, hay que decirles que la paz y la concordia son valores tan esenciales como los que defienden. Sí, el derecho a la paz, en Catalunya, en España y en Europa, tiene que ser la bandera con que la ciudadanía conteste a tantas guerras en que nos quieren meter y que no son más que, sencillame­nte, estrategia­s de poder.

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