Moderación trap
Sus movimientos eran mínimos, me atrevería a decir que delicados, pero mostraban al mundo una actitud desafiante
Soy un usuario habitual del metro de Barcelona. Lo pillo a todas horas, me gusta leer en él y últimamente he desarrollado la parafilia de escribir. Saco la libreta y hala. Cuando salgo algún sábado por la noche ya no vuelvo tan tarde como hace años, pero siempre me dan la una, una y media. El metro va lleno y se nota claramente quién sale y quién retira. Me fascina volver en metro sin tener que esperar al primero de la mañana, como hace décadas. El sábado pasado, sobre la una, en el trasbordo de Diagonal me fijé en un chico joven, delgado como una caña y moreno como Cristiano Ronaldo, que se movía con andares chulescos, la cintura de los tejanos muy baja y la barbilla un poco alzada, el punto justo para mostrar altivez, pero sin llegar a la soberbia. Supongo que me fijé en él porque su móvil expelía una banda sonora que no supe identificar. Veníamos de la línea verde y coincidimos de pillar la azul en dirección a Vall d’Hebron. Una vez en el andén, entramos en el convoy por la misma puerta que el chico y que una familia numerosa de turistas alemanes, con cuatro hijos. Sólo la madre y el chaval encontraron asiento. Tenía su aquel observar las diferencias. Ella, tensa, se sentó sin apoyar la espalda, con el culo en un extremo del banco. Él, relajado, se sentó cómodamente a su lado, pero sin hacer manspreading ni invadir espacio ajeno. Quieto en su trono subterráneo, pude fijar sus atributos reales.
La mano derecha acogía el móvil, que seguía emitiendo música trap, a un volumen audible pero discreto, difícilmente condenable por exceso de decibelios. No sabía dónde colocar una especie de cilindro opaco que debía contener alcohol y se lo metió entre las piernas, para no invadir el asiento de la alemana. Con los dedos de la mano izquierda sostenía la colilla de un cigarrillo liado, que bien podía ser un porro, pero que no humeaba. Lo llevaba apagado. Siguiendo el ritmo de su música, jugueteaba con la cremallera de una riñonera de la que sacaba y metía diversos elementos rectangulares, un carnet de identidad, billetes, una tarjeta, un paquete de Camel. Que llevase cigarrillos parecía corroborar que la colilla liada era de porro. Sus movimientos eran mínimos, me atrevería a decir que delicados, pero hechos para mostrar al mundo una actitud desafiante. Me fijé en que los dos hijos mayores de la familia alemana intercambiaban algún comentario, ininteligible por volumen y por léxico, pero no demasiado difícil de descifrar por el lenguaje corporal que gastaban. El reyezuelo del metro no se daba por aludido, pero seguía con su coreografía minimalista. En Sagrada Família bajaron los alemanes y algo iluminó el rostro del chaval. Les miró por la ventana y les dedicó una peineta. Luego siguió escuchando trap a volumen moderado.