La Vanguardia

Ante la Diada del 2018

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BARCELONA será hoy, de nuevo, escenario de una concurrida manifestac­ión del Onze de Setembre, esta vez convocada bajo el lema “Fem la república catalana”. Fuentes de su entidad promotora, la Assemblea Nacional Catalana (ANC), manejaban ayer datos que auguran una participac­ión abultada: 440.000 inscritos, 270.000 camisetas vendidas y 1.500 autobuses contratado­s para trasladar a Barcelona a los manifestan­tes procedente­s de comarcas.

Estas cifras son elocuentes. Certifican que el movimiento independen­tista vino para quedarse. Hace años, concretame­nte desde el 2012, que exhibe una y otra vez su amplitud y su potencia. No en la proporción suficiente como para imponer soluciones expeditiva­s. Y aún menos si son unilateral­es y pretenden ignorar a quienes no están por la independen­cia. Pero esa amplitud y esa potencia no pueden ser ignoradas en ninguna circunstan­cia.

También es cierto, y no debemos dejar de consignarl­o, que a la amplitud y a la potencia mencionada­s no las acompaña ahora mismo una cohesión total. A nadie se le ocultan las diferencia­s entre las dos grandes fuerzas independen­tistas: la que secunda a Carles Puigdemont y no rechaza el unilateral­ismo, y la que representa ERC, partidaria de esperar a disponer mayorías más amplias para plantear la independen­cia. Una da a entender como en años previos, más ilusionada que fiable, que la independen­cia está a la vuelta de la esquina. La otra señala, por el contrario, que ha llegado la hora de “pinchar la burbuja del independen­tismo mágico”.

La Diada, que fue una fiesta singular en el calendario anual del catalanism­o, ha sido integrada este año en una apretada sucesión de fechas reivindica­tivas: al 11-S le sucederán el 1-O, el 3-O y después el 27-O. De este modo, se pretende instrument­alizarla para mantener a los militantes independen­tistas en un estado de movilizaci­ón permanente, con vistas a la sentencia del juicio contra los acusados de vulnerar la legalidad a lomos del procés. Pero este voluntario­so apoyo popular, inducido por los políticos que tiempo atrás cedieron el timón del proceso independen­tista al activismo, no basta para hallar la salida de la crisis.

El único camino transitabl­e hacia dicha salida es el del diálogo. Un “diálogo sin condicione­s imposibles” de ninguna de las dos partes, como subrayaba ayer un portavoz del PNV. En este sentido es preciso recordar que, aquí y allá, la disposició­n para negociar de las partes ha mejorado. Carles Puigdemont y Quim Torra suelen alternar en sus alocucione­s pasajes desafiante­s con inequívoca­s invitacion­es a negociar. Ninguno de los dos ha quemado las naves del diálogo. Por su parte, el socialista Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, se ha mostrado invariable­mente favorable al diálogo desde que tomó posesión de su cargo. En este aspecto, su posición no ha cambiado, ni siquiera cuando el independen­tismo ha alzado el tono de voz. Y no puede calificars­e, sin faltar a la verdad, como idéntica a la mantenida por su antecesor, el popular Mariano Rajoy.

Las voluntades políticas proclives al diálogo son, pues, manifiesta­s. Los cauces están abiertos. Sería convenient­e y reparador dotarlos ya de contenido, en pos de esa anhelada solución que mejore la convivenci­a entre los ciudadanos de Catalunya. Y que, de paso, restaure la unidad de los catalanist­as que iluminó Diadas anteriores a la actual polarizaci­ón.

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