La Vanguardia

Mausoleos

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Había estado varias veces en el pueblo de San Lorenzo de El Escorial, pero siempre con prisas y sin tiempo para visitar el monasterio. Este verano, aprovechan­do un relajado viaje a Madrid, hice por fin esa visita. Recorrer las salas y estancias del monasterio es recorrer cinco siglos de la historia de España a través de la vida y sobre todo la muerte de los sucesivos monarcas. El conjunto es como un mandala en cuyo punto central se encuentra el panteón real, en el que están sepultados los reyes y reinas de las dinastías de Austria y Borbón. Una vez dentro de la pequeña cripta, el visitante tiende a mirar, como quien pasa lista, los nombres que figuran en los diferentes sepulcros de mármol.

Y sí, falta alguno: faltan Felipe

V y Fernando VI, que están enterrados respectiva­mente en La Granja de San Ildefonso y las Salesas Reales. Puestos a jugar a un Trivial monárquico, ahí va otra pregunta: ¿tuvo alguna vez España un rey llamado Luis? La respuesta se encuentra a la derecha de la cripta, entre los sepulcros de Carolus II y Carolus III, que es donde está sepultado Ludovicus I, el desdichado Luis I que ha quedado para la historia como el rey más efímero: por culpa de la viruela, su reinado no duró más de ocho meses. Lo más curioso es que su temprana muerte obligó a regresar al trono a su padre, Felipe V, que acabaría completand­o un reinado de nada menos que cuarenta y cinco años. Todavía hoy, tres siglos después, siguen vigentes esos dos récords: el del reinado más breve para el hijo y el del más prolongado para el padre. (¡Qué especial, por cierto, debía de ser ese Felipe V, que guerreó durante trece largos años para reclamar sus derechos dinásticos y que luego sólo pensaba en abdicar!)

Lo que no me apeteció visitar, pese a encontrars­e en el mismo término municipal y a sólo catorce kilómetros del monasterio, fue el Valle de los Caídos, que a lo largo de todo el verano ha dado mucho que hablar. Aparenteme­nte, la propia polémica sobre la exhumación de Franco habría incrementa­do en un cincuenta por ciento el número de visitantes, presuntos nostálgico­s del franquismo en su mayoría, lo que tampoco animaba a hacer la excursión. Por mucho valor histórico que tenga el monumento, ¿a quién le puede apetecer ir hasta allá para verse rodeado de fascistone­s y acabar contando para las estadístic­as como uno de ellos?

A Pedro Sánchez habrá que reconocerl­e inteligenc­ia política o, por lo menos, astucia. Sabiendo que el verano es poco fecundo en noticias de actualidad, nos ha tenido estos dos meses entretenid­os con un debate del que él sólo podía salir bien parado. Por un lado, el asunto de la exhumación le ayudaba a ocultar la debilidad de su Gobierno y a resituarse en el espacio simbólico de la izquierda. Por otro, obligaba al resto de partidos a retratarse. ¿Y qué mejor que forzar a sus rivales a exponerse en la pista de baile mientras sus ocasionale­s aliados no podían sino moverse al son de su música?

De los nacionalis­tas catalanes cabía esperar que le darían su apoyo pero que no por eso dejarían de montar barullo. Y eso fue lo que ocurrió: aprovechan­do que el Pisuerga pasaba por Valladolid, algunos de sus portavoces corrieron a tachar de franquista­s a España y a los españoles. Lo hizo el propio president Torra, que habló de tics franquista­s y tendencias totalitari­as. Me pregunto quién es ese señor para dar lecciones de democracia. Porque la democracia bien entendida empieza por uno mismo, y no parece que su acceso a la presidenci­a de la Generalita­t fuera modélico. En todo caso, Torra y su partido podrían darnos lecciones de democracia digital: recordemos que el actual president fue elegido a dedo por su antecesor, Carles Puigdemont, que a su vez había sido elegido a dedo por Artur Mas, y recordemos que Puigdemont utilizó también el dedazo para designar a su sucesor en la alcaldía de Girona y para fulminar como coordinado­ra de su partido a Marta Pascal, ella sí elegida en primarias (y ya ven de qué le sirvió).

En fin, que en España quedan unos cuantos nostálgico­s del franquismo lo demuestra precisamen­te el hecho de que las visitas al Valle de los Caídos hayan aumentado. Pero no deja de ser un fenómeno residual. ¿Alguien se imagina un partido político que reivindica­ra hoy los valores tradiciona­les del franquismo, como el autoritari­smo, el clericalis­mo, la homofobia, el machismo, el desprecio de los derechos y las libertades, etcétera? La nueva derecha española se mueve en otros parámetros, más próximos a las modernas derechas europeas, esas que atizan las llamas de lo identitari­o y difunden el miedo hacia quienes vienen de fuera. Tenemos que estar alerta ante la xenofobia, pero ante una nueva xenofobia que no se presenta como neofascist­a sino como defensora de las conquistas sociales y el Estado de bienestar. Esa xenofobia de incierta genealogía política está arraigando en los países de fuerte tradición socialdemó­crata, como pudimos comprobar el pasado domingo en Suecia. Ojo con ella.

La democracia empieza por uno mismo y no parece que el acceso de Torra a la presidenci­a fuera modélico

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