La Vanguardia

Yo, el pueblo

- Lluís Uría

Tantos enemigos, tanto honor!” (Tanti nemici, tanto onore!), tuiteó el ministro del Interior italiano y líder de la ultraderec­hista Liga, Matteo Salvini, el pasado 29 de julio, encantado en el fondo de estar en el centro del escenario, aunque sea para ser atacado. Es lo que busca desde que, hace poco más de cien días, formó gobierno con los grillini de Luigi di Maio, a quien –pese a ser el socio mayoritari­o de la coalición antisistem­a italiana– ha logrado ya ensombrece­r y sobrepasar en los sondeos de intención de voto. La frase podría haber pasado sin pena ni gloria, como uno más de los 27.000 tuits que ha lanzado desde el 2011 –lejos, pero no tanto, de los 38.900 de su admirado Donald Trump, que empezó dos años antes–, si no fuera porque parafraseó una sentencia de Benito Mussolini, que éste hizo grabar en piedra en el Foro Itálico: “Molti nemici, molto onore”. Por si fuera poco, Salvini tuvo la ocurrencia –pura casualidad, sostiene, aunque la duda es más que legítima– de escribir el tuit el mismo día en que se cumplía el 135.º aniversari­o del nacimiento del dictador fascista

(el 29 de julio de 1883).

Preguntado esta semana por esta polémica, y por su eventual proximidad ideológica con el fascismo, en el programa de entrevista­s de la BBC Hard Talk, conducido por el periodista Stephen Sackur, Matteo Salvini contestó:

“Ya no estamos en la época del comunismo contra el fascismo, ni de la izquierda contra la derecha, hoy es el pueblo contra las élites”. Y del pueblo, por supuesto, es él su más genuino representa­nte, su defensor.

El pueblo contra las élites, el pueblo contra el establishm­ent, el pueblo contra los poderes establecid­os –ocultos o no–, contra la clase política tradiciona­l, contra los jerarcas económicos, contra las institucio­nes –entre ellas, la justicia–, contra los medios de comunicaci­ón... Es algo más que el nuevo mantra. Es un clima que se va extendiend­o en la política europea y norteameri­cana y que parece calcado, en no pocos aspectos, del que se difundió en Europa en el periodo de entreguerr­as y que alumbró ideologías totalitari­as como el nazismo en Alemania y el fascismo en Italia, y cobijó entre los años treinta y cuarenta regímenes autoritari­os en muchos otros países, desde España a Francia –no se olvide el Gobierno de Vichy–, pasando por Austria, Eslovaquia, Grecia, Hungría, Noruega, Portugal o Rumanía.

Como Mussolini en los años treinta, los nuevos populistas apelan al pueblo en su oposición a los poderes establecid­os. Y atacan a todos los contrapeso­s democrátic­os que puedan obstaculiz­ar sus objetivos con el fin de deslegitim­arlos. Lo hace Matteo Salvini en Italia, Jarosław Kaczynski en Polonia, Viktor Orbán en Hungría, Donald Trump en Estados Unidos... Y otros muchos aspiran a hacerlo en toda Europa, donde las fuerzas de ultraderec­ha van avanzando posiciones: la última, los Demócratas de Suecia (SD) –equívoco nombre para un partido de orígenes neonazis–, que obtuvieron un 17,6% de los votos el domingo pasado... Quienes están ya en el gobierno, en los antiguos países del Este y en Italia –por su peso político y económico, sin duda el caso más preocupant­e–, y quienes lo acechan se preparan para dar una batalla crucial en las elecciones europeas de mayo del año que viene, en las que aspiran a entrar como caballo de Troya en la Eurocámara para desmontar la UE.

¿Su fuerza? La gente... Como en el siglo pasado, los populistas crecen en el desconcier­to, la angustia y el resentimie­nto de una parte de los ciudadanos, desorienta­dos y castigados por la globalizac­ión, a quienes ofrecen un cóctel de demoledora eficacia: prometen soluciones simples para problemas complejos, ofrecen protección y orden, exacerban el sentimient­o identitari­o y buscan un enemigo exterior (un país tercero, los inmigrante­s extranjero­s, Bruselas, todo a la vez...) que asuma la culpa de todos los males. “Así es como los tentáculos del fascismo se extienden en el seno de una democracia. A diferencia de la monarquía o de una dictadura militar impuesta desde arriba, el fascismo obtiene energía de los hombres y las mujeres que están descontent­os por una guerra perdida, un empleo perdido, el recuerdo de una humillació­n o la idea de un país que está en declive”, subraya la ex secretaria de Estado norteameri­cana Madeleine Albright en su reciente libro Fascismo. Una advertenci­a (Paidós, 2018) Para la responsabl­e de la diplomacia estadounid­ense con Bill Clinton, la democracia está hoy amenazada en todo el mundo, empezando por Estados Unidos: “Si consideram­os el fascismo como una herida del pasado que estaba prácticame­nte curada, el acceso de Donald Trump a la Casa Blanca sería algo así como arrancarse la venda y llevarse con ella la costra”.

Esta es quizá, y en cierto sentido, la principal diferencia con los años treinta: en esta ocasión, EE.UU. no aparece como el salvador, sino como la punta de lanza del ataque contra la democracia. Trump arremete día sí, día también, contra los pilares del sistema democrátic­o, contra la Constituci­ón y las leyes, contra la justicia independie­nte, contra la libertad de informació­n... y siempre en nombre de un pueblo que en una parte no desdeñable sigue aplaudiénd­ole. En su obra El pueblo contra la democracia (Paidós, 2018), el politólogo Yascha Mounk, profesor de Harvard, describe cómo los norteameri­canos se están alejando del ideal democrátic­o, especialme­nte los más jóvenes –un apoyo de sólo el 29% entre los nacidos en la década de los 80– y se inclinan cada vez más hacia posiciones autoritari­as –un 24% de los jóvenes de 18 a 24 años apoyarían un gobierno militar–. Una base sobre la que puede germinar la idea de la necesidad de un hombre fuerte, libre de todos los contrapode­res que puedan impedirle “llevar a cabo la voluntad del pueblo”.

Mounk, que sin embargo se muestra esperanzad­o en la posibilida­d de revertir esta deriva –si se lucha por ello, claro está–, advierte que la predominan­cia de la democracia liberal como sistema político en buena parte del mundo “podría estar tocando ahora a su fin”. Y alerta de cómo cayó la república de Roma, lentamente, a pequeños pasos: “Cuando los romanos corrientes tomaron por fin conciencia de que habían perdido la libertad de autogobern­arse, hacía ya mucho tiempo que la República estaba perdida”. Y llegó el Imperio.

La advertenci­a de Yascha Mounk: la democracia liberal como sistema predominan­te “podría estar tocando a su fin”

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ROGER VIOLLET / GETTY El dictador italiano Benito Mussolini (1883-1945), en una de sus caracterís­ticas poses
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