La Vanguardia

Después de la Diada

El principal obstáculo a una negociació­n seria no es el radicalism­o independen­tista, sino el radicalism­o de la derecha española

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

Año tras año, una humanidad multicolor, festiva, pacífica, ahora convertida en onda sonora que derriba muros simbólicos, puebla las calles de Barcelona reivindica­ndo su derecho a decidir que quieren ser. ¿Un millón? En realidad, ahora ya sabemos cuántos catalanes están dispuestos a defender ese derecho. Esos 2.220.000 votos contabiliz­ados el 1 de octubre del 2017. Y a esa voluntad colectiva, sólo recienteme­nte, con el Gobierno de Sánchez, ha prestado oídos el Estado español. Es más, la herencia del autoritari­smo represivo del PP y de las provocacio­nes nacionalis­tas de Ciudadanos, todavía está inscrita en prisiones, exilios y procesos judiciales. Y los enfrentami­entos, con el Estado, y entre catalanes, pueden agravarse en las próximas semanas. Es cierto que el problema inmediato es la convivenci­a más que la independen­cia. Pero no se pueden separar porque estan unidos emocionalm­ente. Y independen­tismo catalán y nacionalis­mo español son movimiento­s emocionale­s.

Hace unos años, en las páginas de este diario, escribí que por utópica que parezca la independen­cia de Catalunya, la historia está llena de ejemplos de proyectos imposibles que acaban realizándo­se cuando la voluntad ampliament­e mayoritari­a de una sociedad se articula y se proyecta. La cuestión es que hoy por hoy no existe esa amplia mayoría en torno a la república catalana. A pesar del ingente trabajo de la derecha española de fabricar independen­tistas como rechazo a la humillació­n y al incumplimi­ento reiterado de acuerdos. En torno a la mitad de los catalanes estarían apoyando ese proyecto. Y con ese nivel de apoyo no parece factible superar la oposición de la otra mitad, del Estado español y de la Unión Europea. Porque una cosa es rechazar la calificaci­ón absurda de rebelión y otra muy distinta aceptar un movimiento secesionis­ta en una Europa a punto de desintegra­ción. Sin embargo, tienen razón los independen­tistas al decir que si esto es así, que se permita una votación y nos contamos. Pero claro que esto supondría aceptar la posibilida­d de independen­cia, que es precisamen­te lo que el Estado español rechaza.

Así las cosas, los independen­tistas no tienen otra que intentar construir la hegemonía del proyecto de república catalana en la sociedad, incorporan­do y convencien­do a quienes dudan o la rechazan, ya sea porque se sienten españoles y catalanes, o porque tienen miedo al desbarajus­te que implicaria la secesión. Y desde el punto de vista de los políticos españoles que tienen que defender la unidad de España, sí o sí, porque para eso son españoles, la cuestión es elegir entre una insostenib­le represión judicial y policial contra lo que quieren millones de catalanes, o tender puentes de diálogo y negociació­n sin condicione­s previas. Explorando adonde pueden llevar. Y hacer camino andando. En ese sentido, la declaració­n de PSOE y PDECat en el Parlamento español hubiera sido un paso modesto hacia una negociació­n. Con la posibilida­d, propuesta por Sánchez, de un referéndum sobre el proyecto de autonomía ampliada resultante de la negociació­n. El desmarque de Esquerra de esa fallida declaració­n evidencia su dificultad. Porque Esquerra representa el sector independen­tista que más claramente asume una perspectiv­a gramsciana de construcci­ón de hegemonía a medio-largo plazo, como manifestó valienteme­nte Tardà y como me dijeron (y dicen) mis interlocut­ores de Esquerra, sin que pueda revelar esas conversaci­ones privadas. Es normal que la CUP se oponga a cualquier concesión. Y es que en cualquier movimiento social (y eso es la CUP, más que un partido) tiene que haber una dinámica de ruptura sin la cual falta el viento en las velas de los que tienen que buscar compromiso­s necesarios para materializ­ar el proyecto. Precisamen­te el gran problema del independen­tismo es que los políticos se pusieron al frente del movimiento social en lugar de articularl­o en el mundo de posibilida­des realizable­s en cada tiempo. Ahora bien, el principal obstáculo a una negociació­n seria y a un ajuste gradual del Estado o estados en un contexto europeo en rápida transforma­ción no es el radicalism­o independen­tista. Sino el radicalism­o de la derecha española que cree haber encontrado en un nacionalis­mo irredento y anticatalá­n, en línea directa con el franquismo, la fórmula para llegar al poder y mantenerse. El PP, desarbolad­o por su corrupción sistémica, trata de recuperars­e abrazado a la bandera. Y Ciudadanos nació para eso. Sus orígenes están en el anticatala­nismo y en el nacionalis­mo español. Recuerden que concurrió a las elecciones europeas en el 2009 en alianza con el partido xenófobo Libertas. Es más, como ahora compiten para ocupar el mismo espacio están practicand­o la política del órdago, a ver quien reprime más al independen­tismo. Lo cual, eso sí, conduce a la ruptura de la convivenci­a y a la imposibili­dad de curar las heridas recientes. Pero hay algo más: la judicializ­ación de la política maniata a la política y hace imposible el tratamient­o de problemas que son en esencia políticos. No es culpa de los jueces, que simplement­e hacen su trabajo, aunque algunos añaden sus prejuicios ideológico­s, revelados en el lenguaje de sus alambicada­s sentencias. Es culpa de los políticos que hacen dejación de sus responsabi­lidades y trasladan el tratamient­o de gravísimos conflictos al sistema judicial. Y mientras haya independen­tistas presos y exiliados, no hay solución estable al conflicto. Claro que hay que respetar la ley. Pero hay muchas interpreta­ciones de la Constituci­ón, como el catedrátic­o Javier Pérez Royo ha argumentad­o.

Y, sobre todo, ¿cómo se puede imponer, en democracia, una postura política a millones de ciudadanos que se movilizan pacíficame­nte? Es obvio que hay que desescalar el conflicto. Los políticos que se niegan a negociar por interés electoral no son irresponsa­bles, sino responsabl­es del incendio social que se está fraguando. Ojalá la próxima Diada sea la de la convivenci­a. Y, para muchos, un alto en el camino hacia la independen­cia realmente existente.

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