Humor a toda máquina
El sentido del humor es la última frontera de la inteligencia artificial. Sabemos que podemos crear robots capaces de ejecutar todo tipo de funciones hasta ahora reservadas a seres humanos. Sabemos que estos robots nos pueden dar una paliza jugando al ajedrez y que, si somos cirujanos, analistas de datos o conductores de autobús, nos pueden dejar pronto sin trabajo. Pero ¿pueden distinguir una afirmación seria de una broma? ¿Pueden entender un chiste?
Pongamos que alguien parafrasea a Samuel Johnson y dice: “A mí no me gusta hablar mal de nadie, pero creo que este señor es dentista (o veterinario, o filatélico)”. ¿Qué entenderá el robot de turno? ¿Qué pensará de los dentistas (o de los veterinarios, o de los filatélicos)? ¿Qué pensará de la persona que habla? ¿Qué conclusiones sacará de la frase, después de analizarla desde todos los ángulos posibles? O supongamos que alguien dice: “Cuando oyes hablar a alguien de su amor a la patria quiere decir que espera cobrar por amarla”. Es una observación bastante ácida de H.L. Mencken que a veces –admitámoslo– responde a una realidad palpable, aquí y en Baltimore. ¿Cómo reaccionará el robot? ¿Se la tomará como una instrucción literal y cada vez que oiga a un político declarar su amor a la patria calculará cuánto hay que pagarle, según la emotividad con que se haya expresado, el auditorio, el impacto de sus palabras, etcétera?
Hoy cualquier persona con un teléfono móvil dispone de un asistente virtual, tipo Siri. Estos asistentes virtuales son como aquella mujer de la que George BernardShaw, malévolo, dijo que no tenía capacidad para conversar pero sí para hablar. Aunque no podemos mantener una verdadera conversación con ellos, les podemos preguntar cuántos kilómetros hay de Barcelona a Torredembarra, qué tiempo hará pasado mañana en Río de Janeiro o quién fue el duodécimo presidente de los Estados Unidos y nos lo dirán al instante. Incluso los hay que, cuando les decimos “¡Cállate, idiota!”, nos responden, con toda la serenidad del mundo: “A mí no se me habla así”.
No sé si hay alguno que cuente chistes, pero supongo que si no los hay sólo es cuestión de ponerse. ¿No hay libros con recopilaciones de bromas y de chistes? Programar un ordenador para que nos los lea debe de ser pan comido. Incluso podemos prever que, gracias a uno de estos algoritmos que ahora lo mangonean todo, el ordenador sea pronto capaz de averiguar si nos hacen reír más los chistes de sexo, de fútbol o de política y prepare una selección personalizada de acuerdo con nuestros gustos. Cruzando la información sobre lo que consumimos, los lugares que solemos frecuentar y lo que consultamos en Google –esa radiografía de nuestra vida privada que tan inconscientemente dejamos al alcance del primer hacker que pase–, se puede hacer una idea bastante clara de la clase de bromas que nos harán gracia y las que no.
Teniendo en cuenta los prodigios con los que el progreso tecnológico nos sorprende a diario, todo esto debe de ser bastante sencillo. Pero una cosa es conseguir que el asistente virtual del teléfono móvil, o un ordenador, o un robot, nos lea chistes y otra que el ordenador o el robot los entienda y que distinga cuando hablamos en serio y cuando no. Esto ya es harina de otro costal. Que una broma funcione depende de la psicología del interlocutor, de su nivel social, del contexto cultural, del momento, de mil cosas. El humor es siempre una cuestión de sobreentendidos y de modulaciones. ¿Podemos programar una máquina para que descifre todos estos matices?
Pongamos que decimos: “A mí me gustaría morir durmiendo tranquilamente, como mi padre, no gritando, histérico, como sus pasajeros”. El día que consigamos que un robot entienda que no tenemos ninguna intención de morirnos, ni durmiendo ni despiertos, que nuestro padre no era conductor de autocar ni piloto de aviación y que estamos bromeando, podremos decir que hemos creado máquinas con sentido del humor. No es sencillo, porque captar todo esto exige unos saltos mentales y emocionales que nuestro cerebro da sin darse cuenta, pero que es muy difícil que estén al alcance de una máquina, por inteligente y sofisticada que sea. Nosotros pasamos en milésimas de segundo de la identificación con la persona que nos dice como le gustaría morir al horror del accidente y de ahí, si hay suerte, cuando captamos que se trata de una broma, a la hilaridad. ¿Podemos programar una máquina para que haga todos estos cambios de registro?
En Estados Unidos, en Japón, en China, en Israel y en otros muchos países hay legiones de sabios trabajando noche y día para conseguirlo. Si a alguien da con la fórmula, se hará rico. Ese día, la inteligencia artificial habrá dado un gran salto adelante y tendremos robots con sentido del humor. Solo faltará que les dé por cachondearse de nosotros.
Una cosa es conseguir que el asistente virtual del móvil, un ordenador o un robot nos lea chistes y otra que los entienda