La Vanguardia

El presidente Trump

- Juan-José López Burniol

Según Francisco de Quevedo, no existe fórmula mejor para que las mujeres le sigan a uno por la calle que ponerse a andar delante de ellas. Eso pasa también habitualme­nte en política: los grandes movimiento­s sociales no son nunca el resultado de la acción de un solo hombre o de un grupo, sino que surgen espontánea­mente a consecuenc­ia de la dinámica social, y es luego cuando se ponen al frente de ellos algunas personalid­ades fuertes con independen­cia muchas veces de su catadura moral y de su preparació­n. Tenemos en España un ejemplo reciente de ello: fueron antes los indignados que Podemos. Ya había cobrado fuerza este amplio movimiento de protesta cuando Iglesias, Monedero y Errejón se pusieron al frente de él, como si de unos surfistas que aprovechan la fuerza de las olas se tratase.

Lo mismo ha sucedido en EE.UU. con Donald Trump: ha aprovechad­o en beneficio propio el impulso de un fuerte movimiento populista de protesta social generado a partir de la crisis del 2008 y acentuado por otras causas (algunos efectos de la globalizac­ión, la desigualda­d creciente…). Barack Obama ha hablado recienteme­nte en este sentido –en la Universida­d de Illinois–, lanzando un ataque duro y directo contra Trump y el Partido Republican­o, advirtiend­o de que Trump “es un síntoma, no la causa” del populismo y urgiendo a los demócratas a votar en masa en noviembre: “Nuestra democracia depende de ello”. Dicho de otra forma: el problema no es Trump sino quienes le votan, o mejor, el problema está en las causas por las que le votan.

Por otra parte, Trump no es el primer presidente americano que no da la talla. En los primeros años de la República, hubo tres presidente­s que consolidar­on y ampliaron los poderes presidenci­ales: Washington, Jefferson y Jackson. Con Lincoln, la presidenci­a alcanzó una de las cimas de influencia y prestigio. Pero, a partir de este momento y hasta la llegada del siglo XX –los años de la edad dorada del capitalism­o salvaje– se sucedieron unos presidente­s en los que –con la excepción de Cleveland– no se sabe si ponderar más su inocuidad o la corrupción de su mandato. Así, al caer Garfield asesinado, ocupó su puesto el vicepresid­ente Chester A. Arthur, que antes de acceder a la vicepresid­encia había sido administra­dor de la famosa aduana de Nueva York. Y se cuenta que un amigo de Arthur exclamó al enterarse: “¡Dios Santo! ¡Chet Arthur en la Casa Blanca!”. Y también, al comienzo de los años veinte, la presidenci­a de Warren G. Harding fue un periodo de corrupción rampante. Consciente de sus limitacion­es intelectua­les, Harding designó para puestos clave a hombres competente­s, pero también nombró a varios de sus amigos de la banda de Ohio, que pronto se dedicaron a la extorsión y el soborno, para terminar algunos en la cárcel y otros pagando fuertes multas. Ahora bien, hay una diferencia entre Arthur y Harding, por un lado, y Trump, por otro. Arthur y Harding tenían conciencia del mal. Arthur trató de ponerse a la altura de su cargo, tan concienzud­a como ineficazme­nte, llevando a cabo algunas reformas. Entre ellas firmó la Pendleton Civil Service Reform Act (1883), que estableció que los puestos dentro del gobierno federal deberían adjudicars­e sobre la base del mérito en lugar de hacerse en

El problema no es la persona sino quienes le votan, o mejor, el problema está en las causas por las que le votan

función de la afiliación política. Y, por lo que respecta a Harding, es cierto que su mandato ha quedado definido por varios casos de corrupción (escándalos de Teapot Dome, del Ministerio de Justicia, de la Oficina de Veteranos de Guerra…), alguno conocido después de su fallecimie­nto y que él posiblemen­te ignoró. Pero, en todo caso, la deslealtad de sus amigos, de la que sí supo, amargó el final de su vida y precipitó quizá su muerte antes de cerrar su mandato. Lo que hace concluir, comparando, que no es hoy perceptibl­e en Trump ni la voluntad de superación de Arthur, ni el sentimient­o de culpabilid­ad de Harding. Una diferencia no menor. Trump no tiene freno alguno que no sea su instinto de superviven­cia.

Existe otra diferencia que separa, en Estados Unidos, el tiempo presente de los que le precediero­n. Antes, los dos grandes partidos –tanto el Republican­o como el Demócrata– tenían fuerza y recursos suficiente­s para cribar a los aspirantes a la presidenci­a, excluyendo a aquellos que eran manifiesta­mente inadecuado­s para el cargo: Trump no habría pasado nunca el fielato. Pero, hoy, los partidos carecen de esta capacidad, por lo que puede acceder a la elección presidenci­al –que es un elección plebiscita­ria– alguien que, como Trump, es del todo evidente que carece de las condicione­s mínimas para ejercer la primera magistratu­ra del país, que lleva anejo además el cargo de comandante en jefe de sus fuerzas armadas.

Estados Unidos tiene hoy un gravísimo problema de salud pública. Trump no está capacitado moral e intelectua­lmente para ocupar la presidenci­a, ni es digno de ello. Se trata de una cuestión crucial que no puede afrontarse y menos resolverse con cartas anónimas, por mucho que estas sirvan para plantearla. Su resolución exige grandes dosis de generosida­d y, sobre todo, de coraje.

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