El presidente Trump
Según Francisco de Quevedo, no existe fórmula mejor para que las mujeres le sigan a uno por la calle que ponerse a andar delante de ellas. Eso pasa también habitualmente en política: los grandes movimientos sociales no son nunca el resultado de la acción de un solo hombre o de un grupo, sino que surgen espontáneamente a consecuencia de la dinámica social, y es luego cuando se ponen al frente de ellos algunas personalidades fuertes con independencia muchas veces de su catadura moral y de su preparación. Tenemos en España un ejemplo reciente de ello: fueron antes los indignados que Podemos. Ya había cobrado fuerza este amplio movimiento de protesta cuando Iglesias, Monedero y Errejón se pusieron al frente de él, como si de unos surfistas que aprovechan la fuerza de las olas se tratase.
Lo mismo ha sucedido en EE.UU. con Donald Trump: ha aprovechado en beneficio propio el impulso de un fuerte movimiento populista de protesta social generado a partir de la crisis del 2008 y acentuado por otras causas (algunos efectos de la globalización, la desigualdad creciente…). Barack Obama ha hablado recientemente en este sentido –en la Universidad de Illinois–, lanzando un ataque duro y directo contra Trump y el Partido Republicano, advirtiendo de que Trump “es un síntoma, no la causa” del populismo y urgiendo a los demócratas a votar en masa en noviembre: “Nuestra democracia depende de ello”. Dicho de otra forma: el problema no es Trump sino quienes le votan, o mejor, el problema está en las causas por las que le votan.
Por otra parte, Trump no es el primer presidente americano que no da la talla. En los primeros años de la República, hubo tres presidentes que consolidaron y ampliaron los poderes presidenciales: Washington, Jefferson y Jackson. Con Lincoln, la presidencia alcanzó una de las cimas de influencia y prestigio. Pero, a partir de este momento y hasta la llegada del siglo XX –los años de la edad dorada del capitalismo salvaje– se sucedieron unos presidentes en los que –con la excepción de Cleveland– no se sabe si ponderar más su inocuidad o la corrupción de su mandato. Así, al caer Garfield asesinado, ocupó su puesto el vicepresidente Chester A. Arthur, que antes de acceder a la vicepresidencia había sido administrador de la famosa aduana de Nueva York. Y se cuenta que un amigo de Arthur exclamó al enterarse: “¡Dios Santo! ¡Chet Arthur en la Casa Blanca!”. Y también, al comienzo de los años veinte, la presidencia de Warren G. Harding fue un periodo de corrupción rampante. Consciente de sus limitaciones intelectuales, Harding designó para puestos clave a hombres competentes, pero también nombró a varios de sus amigos de la banda de Ohio, que pronto se dedicaron a la extorsión y el soborno, para terminar algunos en la cárcel y otros pagando fuertes multas. Ahora bien, hay una diferencia entre Arthur y Harding, por un lado, y Trump, por otro. Arthur y Harding tenían conciencia del mal. Arthur trató de ponerse a la altura de su cargo, tan concienzuda como ineficazmente, llevando a cabo algunas reformas. Entre ellas firmó la Pendleton Civil Service Reform Act (1883), que estableció que los puestos dentro del gobierno federal deberían adjudicarse sobre la base del mérito en lugar de hacerse en
El problema no es la persona sino quienes le votan, o mejor, el problema está en las causas por las que le votan
función de la afiliación política. Y, por lo que respecta a Harding, es cierto que su mandato ha quedado definido por varios casos de corrupción (escándalos de Teapot Dome, del Ministerio de Justicia, de la Oficina de Veteranos de Guerra…), alguno conocido después de su fallecimiento y que él posiblemente ignoró. Pero, en todo caso, la deslealtad de sus amigos, de la que sí supo, amargó el final de su vida y precipitó quizá su muerte antes de cerrar su mandato. Lo que hace concluir, comparando, que no es hoy perceptible en Trump ni la voluntad de superación de Arthur, ni el sentimiento de culpabilidad de Harding. Una diferencia no menor. Trump no tiene freno alguno que no sea su instinto de supervivencia.
Existe otra diferencia que separa, en Estados Unidos, el tiempo presente de los que le precedieron. Antes, los dos grandes partidos –tanto el Republicano como el Demócrata– tenían fuerza y recursos suficientes para cribar a los aspirantes a la presidencia, excluyendo a aquellos que eran manifiestamente inadecuados para el cargo: Trump no habría pasado nunca el fielato. Pero, hoy, los partidos carecen de esta capacidad, por lo que puede acceder a la elección presidencial –que es un elección plebiscitaria– alguien que, como Trump, es del todo evidente que carece de las condiciones mínimas para ejercer la primera magistratura del país, que lleva anejo además el cargo de comandante en jefe de sus fuerzas armadas.
Estados Unidos tiene hoy un gravísimo problema de salud pública. Trump no está capacitado moral e intelectualmente para ocupar la presidencia, ni es digno de ello. Se trata de una cuestión crucial que no puede afrontarse y menos resolverse con cartas anónimas, por mucho que estas sirvan para plantearla. Su resolución exige grandes dosis de generosidad y, sobre todo, de coraje.